Procesos de mitologización - MilMesetas

Reflektor Lollipop (Columna)

De los mitos se dice que nunca ocurrieron
porque estan sucediendo siempre.

Vicens Alba Osante

En nuestra cultura occidentalizada, la mitología es una tecnología política que en lugar de presentarse abiertamente (como partidismo o ideología) se hace evidente por las transversales vías de una narrativa artístico-estética enquistada en la cultura pop. Esta tecnolgía adquiere la forma de personajes, situaciones, lugares comunes que hacen patentes ciertos supuestos, ideas y modos de percibir nuestra realidad cotidiana, pero cuyas condiciones y procesos de arraigo ignoramos. Para hablar de ellos habría que reconocer las mitologías como algo más versatil y a la mano que los vestigios discursivos e imaginarios de nuestra y otras culturas, al tiempo que identificamos sus formas de manifestación y el papel que han jugado en contextos distintos al que nosotros habitamos. En las líneas que siguen planteo una mirada sobre la mitología, sus funciones y su relación con las artes que son, por decirlo así, su causa material, aquello que le da existencia concreta y palpable.

Antes de que el cristianismo fuera la religión oficial del Imperio Romano (de oriente) y el alcance de sus mitos se diseminara por todo el mundo, una de las funciones primordiales de las artes consistía en vivificar y sostener, con los recursos a su alcance, el horizonte de referencia común a un territorio y población, esto es su mitología: una narrativa comprensiva, organizada, con figuras, nombres, situaciones, representaciones que le son familiares y a través de los cuales un pueblo puede captarse a sí mismo o recrearse.

En ese sentido y como principio, mitología no es religión. La mitología piensa el mito, lo ordena y embellece, ejerce sobre él una voluntad e interés que determina con claridad, como señala Luc Brisson, su modo expresión (fabricación), emisión y la recepción de los mitos. Bien mirado esto no significa que no haya un mito originario, sino ausencia de fuente y formulación primera. Mythos, es decir, la palabra divina, se ha perdido en la noche de los tiempos y se ha arraigado en la imaginación; pero lo que queda, lo que se transmite o escribe, ya no es mythos sino mitología: el intento humano, racionalizado e intencionado de organizar las referencias dispersas y sedimentadas en la comunidad.

Es por ello que el arte (en tanto técnica de expresión) se ecuentra profundamente ligado a la formulación de los mitos (quizás aún más que a la religión cuyo cometido recae en el culto, la interacción social y en las leyes que rigen el comportamiento). El vínculo entre arte y mitología no solo se encuentra en la exposición oral y escrita, sino también en sus representaciones visuales y plásticas mediante las cuales la nación, la comunidad, se reconocía a sí misma. Por ello, si en la antiguedad el arte era un acto público, lo era porque las obras estaban cargadas de una significación común que solo las artes, festejos y rituales permitían expresar e incluso habitar, esta carga es el aura.

Retengamos entonces la idea de que la mitología organiza los mitos y cumple una función a la vez práctica y colectiva, lo que permite poblar la vida inmediata con alusiones, referencias y semejanzas concretas entre personajes, situaciones y criterios a través de los que un pueblo o nación es representado. Mediante los mitos se otorgaba un lugar en el mundo y, a su vez, los miembros de una comunidad se reconocían en ellos, conjurando así el problema de la identidad. Asimismo, hablar sobre mitos no implica necesariamente creer en ellos o suscribir las prácticas rituales o el culto propio de su religión. El espacio del mito es por tanto discrusivo, cotidiano y pragmático, por lo que tanto el poder político como el religioso se fundaban a través de él, de modo que además de asimilable, el ejercicio del poder fuera también duradero y pudiera modificarse en el tiempo. (Este aspecto legitimador de los mitos, hace sencillo captar por qué figuras como Sócrates o Cristo resultaban acusadas de impiedad y blasfemia, crímenes contra el orden establecido de la época).

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Sin embargo, cuando una mitología no es conocida o carece de referencia inmediata para una comunidad, o bien, cuando es impuesta por la violencia o la presión económica, carece de valor aurático. Esta ausencia requiere formar a la comunidad en la nueva mitología, para habituarla a los rituales, ceremonias y usos del poder político o la religión. La educación de los pueblos sometidos o coptados políticamente gestiona toda una propedéutica social, con signos, objetos, espacios y tiempos bien marcados y distribuidos por en el territorio para sustituir las antiguas referencias y, a largo plazo, establecer una nueva familiaridad con los códigos y figuras impuestas. En esa propedéutica las artes (arquitectura, imágenes, cantos) juegan un papel cotidiano que hace ostencible, repetitiva y manifiesta la nueva mitología.

La mitología que acompañó el desarrollo de la moderidad y los subsecuentes procesos coloniales, fue la cristiana y estableció, a lo largo del mundo, una mitología común que colocaba sus representaciones artísticas por encima de las locales, apropiándose no solo de aquello publicamente visible y conocido sino también de su significión específica. La iglesia sustituyó a la comunidad y controló aquello que aparecía en el espacio público, sus modos de representación y significados, desterrando la diferencia, desplazando el arte local a un ambito folclórico o privado.

Así, durante la edad media las imagenes profanas eran aquellas que escapaba a la mitología hegemónica del cristianismo. Si además de no seguir sus regulaciones, se inspiraban en otra mitología, se procuraba su destrucción, ocultamiento o preservación como botín de guerra. Hasta cierto punto, su preservación implicava la perdida de su significación específica y habitable. Reducida al folklore de un pueblo, tal imagen perdía su fuerza, su sentido público. Y, con el tiempo, fue depositada en la universal repisa de la historia del arte o en la justificación genérica de un patrimonio de la humanidad.

Representación del cierlo, Catedral de Brno, República Checa. Colección personal.

Esta hegemonía de la mitología cristiana y de sus representaciones artísticas perdudaría incluso después de la secularización del Estado. Sin embargo, institucionalización y globalización también producirían su desgaste. Si bien la mitología cristiana fundó en occidente universidades, imperios, academias de arte y una campaña de colonización armada y espiritual; la narrativa del mundo que ordenaba se volvió tan genérica que dejó de tener un sentido colectivo.

La globalización de la espiritualidad convirtió la representación divina en un chantaje que, lejos de hacer comunidad, convierte la imagen doliente de Cristo -fabricada por el arte en imágenes, esculturas y catedrales- en una imagen exagerada, que ha abusado de su sentido; como señala Carlos Oliva: “Cuando el cristianismo se hace presente en nuestras comunidades el arte ha llegado a su fin. La imagen crucial para el arte moderno, el Cristo, ya no es un acto público de comunidad sino una manifestación del dolor que desesperadamente quiere volver a ser un acto comunitario. Ahí radica su belleza iconográfica en la permanencia de su fracaso”. (Oliva, 2010, p. 22)

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Como se observa las mitologías se estetizan en función del mensaje o contenido que promueven, están presentes subrepticiamente en objetos, conversaciones, imágenes, referencias… están ahí, ocurren siempre, y cuanto más asimiladas se encuentran menos se capta su presencia y hegemonía, como sucede con la mitología cristuana y su despliegue en todos los aspectos de la vida cotidiana: en la dieta, la sexualidad, la economía, los calendarios, nombres propios, de lugares, etc.

No obstante, tras el desarrollo industrial y tecnológico en el s. XIX y con la secularización de los modernos Estados nacionales, los productos artísticos de la mitología cristiana (imágenes, relatos, esculturas, himnos) fueron profanados, es decir, liberados de su uso sagrado y restituidos a lo mundado. A su vez, se consolidó la relación entre el arte y la político en la fundación de los mitos patrios y los ideales políticos de los nuevos Estados. Sin embargo, dicha esta profanación espiritual y artística ha durado muchos siglos y no ha sido definitiva. En este lento proceso ha influído tanto el refinamiento estético como la expensión mercantil y la influencia de la economía en las decisiones de gobierno.

No es extraño que desde finales del s. XVIII y durante todo el XIX, el Estado y las sociedades delegara al arte y a la educación estética la tarea emancipatoria del espíritu, pero quizás habría que advertir en ello una intención profiláctica: la prevención de otra conquista espiritual, la posible seducción redentora de religiones ajenas al mundo occidental, que atentaran en contra del orden político y económico capitalista, de su estilo de hacer política y gestionar los mercados. hasta cierto punto, en occidente la mitología cristiana fue tomada como un ideal regulativo de convivencia ciudadana y de cierto espíritu industrioso; mientras que las artes se situaron a disposición del Estado y del mercado, ya como acompañamiento formativo, ya como propaganda de productos y servicios.

Históricamente la emancipación ilustrada del espíritu nunca se cumplió del todo. Tampoco el arte se liberó del cometido de representar ciertos mitos ya fueran políticos o relegiosos. Lo que sí ocurrió fue que el arte pasó de iluminar el alma humana a ilustrar los carteles de la belle époque, las revueltas sociales y las promesas del partidio socialdemocrata (como los famosos carteles de Jules Chéret o Toulouse-Lautrec en el siglo XIX; las idealizadas representaciones de los valores sociales en las pinturas de Éugene de la Croix o la estética fascista de Georg Kolbe).

Éugene Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, 1830. Wikicommons

La mitología patria halló en el arte un medio de expresión y consolidación política, mientras que el arte encontró en los mitos patrios nuevos motivos creativos, así como la formación y financiamiento de nuevos artistas. La propaganda política y comercial acompañó al arte, ya fuera nacionalista o de resistencia. A cambio, los personajes de cuadros, himos y relatos, así como los sucesos y criterios que en ellos se planteaban volvían a tener significación local que unificaba a la colectividad. En el arte fundacional de los modernos Estados nacionales se expresaban y reunían intereses tanto a nivel económico, territorial, moral, ideológico y subjetivo. En ese sentido, ya fuera para afirmar u oponerse a un régimen, la relación entre los artistas, el arte y la mitología que en el se condensa estaba mediada por la representación: aquello que da contenido a sus obras que establece la presencia de una narrativa o discursividad discreta y enmudecida, la posición del politica que dierecta o indirectamente hacía patente la obra.

Por ello, tanto las utopías revoluconarias, como las fascistas en los nuevos Estados modernos, proyectaron mediante imágenes, cantos, urbanismo, arquitectura y literatura, (principalmente novela y poesía), la visión de un mundo deseado y socializado. No hay mitología sin representación artística, pues incluso cuando su discrusividad no se expresa de manera oral o escrital, lo visual, auditivo, táctil, incluso lo gastronónico reitera discretamente un posible agenciamiento, una apropiación que tiende a la estetización de la política, como la llamara Benjamin a principios del siglo XX.

En ese sentido entiendo aquí mitología como una tecnología política ligada a la capacidad materializadora de las artes, para transmitir subrepticia y constantemente un bateria de supuestos, figuras y significaciones que se dan por sentados en inmediatez de lo cotidiano. No tengo interés en una lectura del concepto de mito, ni la mitología comparada, sino en lo que llamaría procesos de mitologización como tecnología política de nuestros horizonte de referencias más sedimentado.

Y si nuestros referentes inmediatos y comunes no recaen en la minuciosa erudición especializada sino en referentes socializados que van de las utopías políticas al cine, de las novelas de moda a su adaptación serie de televisión, entonces cabría situar esta mitología en la culyira pop y los recursos estéticos que emplean para procurar su existencia y fundar personajes entrañables, motivos comunes, dialogos repetibles, locaciones y vestuarios icónicos. En la medida en que lo consiguen, sus productos se sedimentan: la historia que cuentan se fragmenta y perpetúa, quedando abierta a un postor, a la contratación de un actor y al recuerdo y momento generacional del espectador. Como el cristianismo en su momento, en la mitología de la cultura pop se revela la política ligada a cierto ejercicio del poder que, en nuestro tiempo, está atravesada por dos líneas generales: el entretenimiento, vinculado al espectáculo y la tendencia, ligada a la emulación.

Entretenimiento y tendencia tienen que ver con la sociedad individualista de masas que describe Ranciére y con la democracia algorítmica de un mundo interconectado que establece la semejanzas y diferencias aún en las poblaciones más diversas. Que estas dos líneas mitologicen la vida en común, convierte situaciones de interés público en expresiones estéticas resueltas que dan lugar a la crítica y la duda sin reparar demasiado en ellas.

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Un breve ejemplo de la mitologización estético-artística de las utopías políticas del siglo XX y XXI puede observarse después de la I Guerra mundial hasta nuestros días en las tiras cómicas de los diarios, los pulp y revistas que se convertirían en comics. En ellos se la instrumentalización artística convierte en fetiche la cultura militar y económica de las naciones con subproductos como los superhéroes que corresponden estéticamente con la propaganda militar del periodo y algunos guiños de la tradición heróica de caballería (de donde proviene la vestimenta, armas, accesorios, etc.). Aunado a los recursos cromáticos de la imprenta y a la circulación nacional en Estados Unidos, los superhéroes poco a poco fueron tomando un público que les dio un género específico y background narrativo, hasta independizarse de sus referentes inmediatos.

Superman no. 17, Action comics, 1940. Archivo Fernández-Xesta

Así, la mitología del superhéroe no recae solamente en uniformes, looks, banderas, símbolos, escudos, tecnología y comportamientos, sino en un carácter políticos o moral, etc. que en los límites del Estado (o en su negación), acaba por confirmarlo y consolidarlo radicalmente. A su vez el art de sus ilustraciones hace reconocible el estado de cosas al que se pertenece: un país, una ciudad, una clase social, una visión y misión del mundo que opera, a través de él, como ideal moral, valor político y mercancía comercializable. En lugar de dilemas éticos se tienen respuéstas éticas prefabricadas: esto haría superman, esto batman, esto deadpool. Reducida al caracter del personaje la ética se resuelve en la narrativa de la trama y en la popularidad del personaje, es decir, a través de la mediatización estética: esta respuesta es la adecuada a este personaje, no hay dilema sino coherencia, no hay duda, sino dramatismo. Esta espectacularidad y emulación va de la mano, como señalara Daniel Bell a propósito de Mickey Mouse, con la construcción de un imaginario colectivo (primero local y luego global).

En México, en lugar de superhéroes, esa narrativa nacionalista fue erigida mediante mitos históricos del pasado remoto, un dudoso sincretismo y la inversión Estatal del capital público en programas sociales e intelectuales defensores de una “intocable” mexicanidad cuya proyección hallaría en Vasconcelos, Zea o Paz, sus exponentes pedagógicos, filosóficos y literarios ligados a la comunicación y al Estado. 

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La distinción de la industria cultural (condensada en el entretenimiento y la tendencia) frente a la crítica a la mediatización estética reabrió la pregunta sobre ¿qué es el arte? En este punto, las posiciones artísticas y culturales osilarían entre un marcado espíritu independiente, crítico y no puramente comercial, y un ánimo cultural netamente lucrativo. La publicidad cobraría un discurso y terreno propios, poniendose por complero al servicio del mercado, mientras que los artistas de renombre, críticos, académicos e instituciones de arte situaron el problema de la estetización de la política en la interpretación, manejo y contenido de las obras, es decir en el carácter representacional de las mismas.

Ahí donde el arte representa, plantea indirectamente un modelo de realidad total (o genérico) donde el lugar para el conflicyo es reducido, incluso cuando pretende realismo con su contexto y condiciones de producción. Es en función de ese modelo representacional que la autonomía creativa y la resistencia intelectual se verían comprometidas, condicionadas por la coherencia de obra o puestas al servicio del mejor postor. Así, la renuncia a la representacionalidad del arte se decantó por un arte más sutil, focalizado y conceptual, en lugar de optar por las intenciones o resultados de la obra. Se concentró entonces en los procesos de ejecución de la pieza, en el hacer (o performance) con idependencia del contenido, en los juegos y correspondencias con los espectadores, en los mecanismos de creación, en el seguimiento y documentación de la pieza, las referencias o situación histórica, la perspectiva de género, la crítica.

Máscaras griegas, souvenirs. Pixelbay

Pese a ello, el mercado del arte y la capitalización de los artistas fue adelgazando la frontera entre la industria cultural y el efectismo de la mediatización estética. Hoy la frontera es tan delgada que un premio, la invitación a hacer una serie o película conveirte en estrellas pop a escritores que en principio se negaban a ser figuras públicas. Insistir en la diferencia qué es arte y qué propaganda no tiene sentido pues hoy sabemos que, un poco, es siempre fue ambas; que los principios éticos también tienen una cierta carga snobista y que en una sociedad masiva y viral, ocultarse o negar el marketing es ya una estrategia de marketing, cuyo reverso sería el silencio, publicar para no ser leído, el hacer en intimidad, etc…

Sin embargo y en ese contexto sería interesante releer en la masificación del arte, la función que en ello han jugado los medios de comunicación e internet, como condición de posibilidad para la privatización global de las mitologías del entretenimiento y la tendencia (películas, series, comic, anime), pero también de las capacidades técnicas del arte y su democratización ya como productores, consumidores de merchandaise y productos de colección.

De instagram a hbo el entretenimiento y la emulación crean figuras de culto, réplicas de una vida estetizada, cuya personalidad se incorpora automatizadamente y cuyos juicios se seleccionan en función de likes y consumos, de manera que la confrotación se evada. Creativos y artistas se encuentran en medio de esta máquina de mitologización, que desdobla las narrativas conocidas en fan arts e historias paralelas que después se vuelven canónicas. La privatización de las mitologías y narrativas contemporáneas está más allá de su representacionalidad, pues lo que está en juego no es la hegemonía y privilegios de una única mitología sino la apropiación de los sentidos, poscolonialismo estético que a través de la sedimentación de las referencias imaginarias dicta cómo sentir, imaginar, ver, pensar y crear.

En ese contexto, quizás el mediador estético y agente privatizador más notable de nuestro tiempo sea Disney: sus universos dulcificados y antitrágicos parecen ser el paradigma de la narrativa global conteporánea. Y es que casi cualquier narrativa puede hoy ser disneyficable tanto en términos estéticos como argumentales. Dejemos entonces aquí, para que la próxima entrega tratemos el proceso de disneyficación de Game of Thrones, a un año de su final.

Titlemax A Map of Disney’s Worldwide Assetshttps://www.titlemax.com/discovery-center/money-finance/companies-disney-owns-worldwide

Oliva Mendoza, Carlos (2010), “Arte e Ironía” en: El fin del arte, Ítaca / UNAM, México, pp. 19-42.

Cuauhtémoc Camilo
Cuernavaca, octubre de 2020.

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