Para César
En las últimas semanas he visto como los estantes a mi alrededor se van quedando vacíos. Poco a poco una montaña de cajas empieza a acumularse en el centro de la sala en una especie de pirámide personal que se prepara para viajar. No me acostumbro a este espacio deshabitado. Aunque sé que es temporal y que no es sino una pausa entre un espacio y otro, no dejo de sentir que mi vida se está desmantelando. Participo de este desmantelamiento con alegría y con tristeza simultáneamente. Por una parte, me alegra sentirme frente a lo desconocido, frente al cambio de rumbo, por otra, no puedo negar que me he encariñado a este departamento, a esta “habitación propia” que forma ya parte de mis recuerdos y que he ido decorando y amueblando pacientemente.
En la literatura y el cine, una mudanza es siempre un buen pretexto para empezar una historia. Pero hay muchos tipos de mudanzas y muchos tipos de historias (incluyendo las películas de terror). Al final las mudanzas nos enseñan que nuestra vida puede reducirse a unas cuantas cajas que pueden perderse en el camino, a un montón de objetos que son vestigios de momentos de los que tarde o temprano podríamos desprendernos si ya no “caben”. Mudarse es dejar ir, dejarnos ir.

En realidad, no me gustan las mudanzas ni los cambios. La llegada a este departamento, que ahora dejo, se expresó en ese entonces como un fin de semana de fiebre en donde no podía conciliar el sueño. Recuerdo haber intentado paliar el insomnio con un maratón de series. Está fija en mi memoria, como un loop que se habría repetido una y otra vez en mi conciencia febril, una escena de The Crown en donde la princesa Margarita huye con su amante en motocicleta mientras suena la música de Max Richter.
La reacción hasta fisiológica a los cambios parece definirme como alguien que quiere construir regularidades: cortarse el cabello en el mismo sitio, acudir al mismo supermercado, mantener un color principal en el guardarropa. Como le es claro, a quien ya ha experimentado la “vida real”, es imposible tener una tregua. No me ha sido posible mantener el estado de las cosas ni detener la desviación de los pequeños rituales. Con el tiempo no me ha quedado sino asumir el ir y venir de los entes, sobrevivir al aparecer y desaparecer de momentos y personas que se convierten en fantasmas, consolarme como se pueda de lo que entristece.
En unos días, tal vez un par de semanas, este departamento y todas sus historias pasarán a ser parte de un mundo pasado que será evocado en anécdotas y recuerdos y que posiblemente alimente la dosis diaria de nostalgia que me acompaña desde que tengo memoria. En esos recuerdos me acordaré de entre muchas otras bellas escenas de estar acostado en el sillón junto a César en una tarde lluviosa, tomando una pausa de empacar los libros y preguntándole si me hará bien vivir en el bosque. “Sólo deja que el bosque haga su trabajo”, me dijo.
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