Para Leticia
Me gusta conducir por las montañas cuando voy a Milpa Alta, una región al sur de la Ciudad de México donde crecí. En el otoño las montañas se ven particularmente bellas con millones de flores amarillas que crecen por doquier y que nos alegran la mirada a unos meses de que el frío arrecie y todo comience a marchitarse. Después de las lluvias torrenciales del verano en la capital del país (no hay que olvidar que en el sitio había un lago que se volvía a llenar cada año), el otoño ofrece largos días soleados con una temperatura templada ideal para las caminatas y para sentirse alegre.
La belleza de las montañas mientras suena mi música favorita me transporta sin querer a los momentos más entrañables de mi vida y las personas que los compartieron conmigo. No ofrezco mucha resistencia a las visiones de aquella mano que me acarició mientras veía las luces de la ciudad, de un cuerpo tibio abrazándome mientras afuera caía una tormenta, de quien me dijo “no te preocupes, no te suelto” cuando nos alejamos de la orilla, mar adentro, o la sonrisa inolvidable que decía “estoy enamorado de ti”. También me acuerdo de las tardes con amigos hablando tonterías mientras se acaba una botella de vino, de mi abuela mirando Milpa Alta desde su azotea con los ojos llenos de recuerdos, o del lomo tibio de los dos pastores alemanes que se llamaban Vagabundo y Zeus.
Las montañas me dan un poco de paz. Conforme se acerca el invierno los efectos de la pandemia empiezan a sentirse con mayor fuerza. Mis amigos me cuentan que les cuesta cada vez más trabajo estar distanciados (aun si a veces rompemos la distancia, el mundo cambió y no ha vuelto a ser como antes). Muchos conocidos están desempleados y algunos otros han perdido seres queridos. En México y más allá de las fronteras todos intentamos no perder la paciencia ante una pandemia con un final cada vez más incierto y ante una “nueva normalidad” que más bien suena a premio de consolación porque hemos perdido la vida como la conocíamos.
Pero regresemos a la belleza del otoño. Cuando era niño iba con mis hermanas a recoger esas flores amarillas, y hacíamos pequeños ramos que atesorábamos por el resto del día hasta que se marchitaban (a las flores silvestres no les sienta bien estar en cautiverio). Me habría gustado regalar aquellas flores a quienes me acompañaron algunos otoños y que a veces, en medio de pesadillas o del frío del invierno, pienso que me han olvidado. Las montañas y sus millones de flores me dicen, sin embargo, que hay algunas noches que ellos sin querer despiertan y dicen mi nombre.
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