Pizarnik y la expresión artística - MilMesetas

Cada vez admiro más a Pizarnik. Cada vez la soporto menos. Su poesía me conmueve y deslumbra tanto como me choca. Como si, no conforme con sentir la desolación, dándole formas inesperadas: “Cuando vea nuevamente sus ojos ¿qué habrá en los míos?”; fuera necesario habitar la desolación hasta convertirse en ella, tanto en la poesía, como en la vida: “es preciso conocer este lugar de metamorfosis para comprender por qué me duelo de una manera tan complicada”.

En las antípodas de Pizarnik, pero igualmente atravesado por la expresión poética está Rimbaud, quien decía que “La vida verdadera está ausente. No estamos en el mundo”, entendiendo que aquello que no se habita carece de realidad encarnada. La ausencia de encarnación es lo esencial del mundo moderno, para el cual la realidad es abstracta: la imposibilidad de habitar lo que pensamos y sentimos.

La abstracción sustituye la experiencia del dolor, por la experiencia de la enajenación. En términos sistémicos, esto desata la insensibilidad y, de ahí, el egoísmo, el interés, la violencia. Para el ambicioso poeta, sin embargo, “Hay que mantener el paso. Es necesario ser absolutamente moderno”. No lo decía en vano: abandonará la poesía para dedicarse a traficar esclavos y marfil en África. Morirá joven, con una pierna amputada y un cinturón lleno de oro que no disfrutará.

En ese sentido, opuesta a Rimbaud, Pizarnik y otros pocos tienen como “la tierra prometida” al poema. Lo escrito y la escritura se convierte en la única dimensión posible de encarnación de la realidad, de experiencia auténtica de un sentir que rebasa la abstracción, la enajenación, el interés… Si “la vida está en otra parte”, estaría en la poesía que no supo mantener el paso a la modernidad y optó por hacer de lo abstracto encarnación.

Quizá por ello sea en el arte, en la literatura, y particularmente en la poesía, donde tiene lugar la mediación trágica de la experiencia en el mundo moderno. No hay nada antes de ella, sino el engañoso artificio de una realidad que, por no sentirse ni habitarse resulta irreal. Tampoco hay nada más allá, salvo la muerte real, la barbarie y el sufrimiento innombrable que en muchos casos se convierte en silencio social y en suicidio.

Esto no significa que solo haya poesía como realidad última, sino que a diferencia de otros aspectos de la existencia, la poesía admite fundirse con el artista e incorporar sus experiencias, en lugar de ser una abstracción. En ese punto deja de importar el título o la función del poeta, para devenir ser.

Alejandra Pizarnik (1936-1972), fotorgrafía de acceso púbico en internet.

La genialidad y ambición en los primeros poemas de Pizzarnik constituye un canto en el ruidoso barullo de la existencia moderna; en contraste, sus poemas tardíos son casi pensamientos, susurros expresivos desde las emociones y el silencio que la devoran. Los primeros tienen un artificio refinado que exige lectura atenta, técnica. Los últimos han introyectado la escritura y sus hábitos, convirtiéndose en sensaciones, en derroche de dolor y distancia.

Pero no porque Pizarnik trata el dolor en su escritura, sino porque lo muestra, lo habita y lo hace palpable. “Que me dejen con mi voz nueva, desconocida. No, no me dejen. Sombría como un golem la infancia se ha ido, y la gracia y la disipación de mis dones”. Transmitir es expresar.

La expresión en las artes es uno de los bienes más codiciados y menos logrados, precisamente porque trasmuta la experiencia personal, el sentir abstracto de un extraño, en algo familiar y tangible: frases, garabatos, colores, sonidos, estímulos exteriores que afectan y hacen reaccionar el propio organismo a nivel corporal, emotivo, intelectual.

La expresión, sin embargo, no es un contagio que implica una inercia, un dejarse llevar por los estímulos, sino que transmite en la medida que el organismo externo es receptivo, está abierto y tiene las condiciones para incorporar esos estímulos.

Por ello, aunque la expresión está cristalizada en las obras artísticas y es tan evidente que resulta innegable para cualquiera que la presencie, no siempre puede captarse o apreciarse en su propia dimensión. Las dificultades y condiciones para captarla comparten aquellas lograrla; se convierten en tabú y son relegadas al campo del misterio. Ver la “tierra prometida” no es vivirla.

Acercarse a Pizarnik y a su fuerza expresiva sin captar el abismo de dolor que la hace posible no es inválido pero la anula doblemente, la vuelve abstracta en tanto persona, reduciéndola a una autora deprimida y, al mismo tiempo, hace de su poesía un un producto literario o un fetiche de culto basado en la experiencia del dolor compartida y transmitida entre autora y lectores.

Pero si Pizarnik le ha dado a su poesía la forma de su dolor y así los poemas alcanzan la experiencia propia del lector, ¿quién querría emplearlo para sufrir?, en ¿qué sentido su uso ético y político sería dirigido al regodeo en el dolor propio y ajeno? ¿No implicaría hacer de la poesía, del arte -y su correspondiente crítica- un fetiche vano y efectista?

Finalmente y aunque parece imposible lograr la expresión artística sin abismarse, tanto al hacer (en este caso, la práctica vital de la escritura) como al sentir (la experiencia que Pizarnik llevaba a cuestas y transmite), parece también que cuanto más se logra la expresión, más inhabitable y politizable resulta tanto para el artista como para su obra, y el desbordamiento del ser, del que proviene la expresión pasa al lugar y registro del tabú.

Quizás algo semejante sucede con el pensamiento, con el acto de filosofar sin el aparato burocrático que convierte el pensar en discurso, apartándolo de la disonancia y la diferæncia. Las correspondientes consecuencias prácticas, materiales y afectivas de abismarse, es decir, de sentir, exprsar y pensar, son bien conocidas por todos.

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