Para Andrés
Escribo esto mientras espero mi ropa en una lavandería de autoservicio, uno de los pocos negocios abiertos alrededor de mi casa porque la pandemia ha vuelto a causar un nuevo cierre de las actividades “no esenciales” de la Ciudad de México. A mi alrededor las personas, sin hablar entre ellas, portan cubrebocas de todos colores y se distraen mirando el celular o, como yo, observan cómo la ropa gira una otra vez en una especie de nous o ápeiron que las purifica. He pensando en grabar un video leyendo algunos fragmentos de los presocráticos con las lavadoras de fondo, pero ciertamente sería un exceso de academicismo y de pretensión.
Se termina el año. Cada vez anochece más temprano y un viento helado nos hace sobarnos los codos descubiertos para que entren en calor, mientras pensamos en una cena caliente o en un abrazo. Me ha costado trabajo mantener el optimismo en las últimas semanas, como si lo hubiera gastado a lo largo del año en las innumerables sesiones inmerso frente al Zoom, en ignorar los meses que llevábamos lejos uno de otros y los que todavía faltan. Tampoco he querido pensar en quienes han muerto, no solo los cercanos, sino las más de cien mil personas que en México han perdido la vida y entre las que sospecho, deseando que no sea así, que está un amigo con el que perdí contacto a mediados del año y que seguía dando clases presenciales para procurarse la supervivencia.
A diferencia de otros diciembres, me ha costado pensar en el futuro. Generalmente antes de empezar un nuevo año, fecha simultáneamente simbólica y artificial que alimenta nuestra ilusión de un renacimiento, uno se permite algunos asomos de optimismo que nos hacen creer que todo irá a mejor y que de alguna manera se despejarán las dificultades que ha conllevado el año que termina. Finalmente el 2020 es ya un tiempo en transición que dejaremos agonizar sin mayor miramiento, salvo, si es el caso, con la gratitud hacia todo lo bueno que dejó en nuestras vidas.
No estoy seguro, esta vez, que el próximo año será más fácil que el que termina. Al menos a mi alrededor veo a las personas cansadas de mantener la calma. Un estoicismo obligado cuyo alternativa sería la infructífera desesperación o el improductivo desaliento en el que podríamos caer si no fuera, como dijo Spinoza, porque la tristeza no lleva a ninguna parte.
Aunque, para ser justos, la grandiosa, aunque indeseada, enseñanza de este año y de todos aquellos momentos en que sentimos que la tragedia asoma a nuestra existencia es encontrar nuestra capacidad de resistir, de adaptarnos a los cambios, de incorporarnos rápido frente a los abismos de la existencia y no dejarnos caer. Admiro a mi familia y amigos, a todos mis estudiantes y colaboradores, que en actos de profunda resiliencia han continuado adelante, a pesar de que este año nos ha dejado claro lo que significa perder.
Habrá tiempo, cuando todo esto acabe, para pensar en todos los miedos que sentimos, para hacer un balance de cómo luchamos contra la desesperanza, para darle espacio a la tristeza, pero ahora es momento de darnos ánimo, de acompañarnos y de construir entre todos una fuerza colectiva que nos abrace. Y así, en la distancia, pero juntos, demos la bienvenida a un nuevo año con toda la valentía y la solidaridad de la que somos capaces.
postdata: Me entretiene ir a la lavandería automática pero también disfrutaba, hace años, tender la ropa bajo el sol y viendo los volcanes.
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