Más de cerca: fascinación y ceguera I - MilMesetas

A diferencia de lo sublime (experiencia avasallante de la naturaleza) y de la belleza (artificio estético mediado por la cultura), la fascinación describe más atinadamente la atracción irresistible. No es equiparable al deseo, el amor o la admiración aunque también sean fascinantes, porque como sugiere Pascal Quignard, fascinante es “la percepción del ángulo muerto del lenguaje”: aquello frente a lo que enmudecen o balbucean los signos y la palabra. Fascina lo que fija la mirada, lo que no puede dejar verse como si uno estuviera hechizado.

La popular asociación de la fascinación respecto de la brujería y los hechizos es ambigua; en ella se intercambian los polos de la amenaza y la vulnerabilidad. Ocurre, que la mirada fija intimida (como el depredador a las presas), se mantiene atenta (a lo que no puede dejar de mirar) e intenta descubrir, como si desnudara, lo que subyace al embelezo para poseerlo con los ojos. También el fascinus [falo, o miembro erecto, a diferencia de la méntula que designa su flacidez] está oculto y, etimológicamente, es la palabra de la que deriva fascinación. Para los romanos de la antiguerdad, todo acto generador o vivificante era de suyo divino porque correspondía a “la divinidad de los dioses desvestida”.

Solo la desnudez divina era invulnerable y celebrada sin reservas, aun si se encontraba expuesta. Mitológicamente, sin embargo, un mortal era castigado si sorprendía desnudo a un dios. La desgracia o la muerte sobrevenían a quien, voluntaria o involuntariamente, fijara su mirada en la divinidad desnuda (como Minerva y Tiresias o Diana y Acteón), lo cual no responde a que la divinidad sea vulnerable, sino a la desmesura / soberbia (hybris, superbia) de poeseer a un dios con la mirada.

En cambio, la revelación de la desnudez del dios era festejada (Priapo, por ejemplo, con sus canciones, esculturas y fiestas en las que se prepondera, la exuberancia de la naturaleza en su exceso de fuerza [virtus] y virilidad [vir] de las que deriva la virtud). Por ello, es significativo que, los amuletos de protección contra “la envidia”, como los medicus invidiae [fascina], fueran en la antigüedad pequeñas figuras en forma de falo (réplicas de falos divinos que, por extensión, aluden a la vitalidad y la salud) que se cuelgan en el cuerpo para absorber los hechizos, de manera que las personas no arrojen su mirada fija, sino que la desvíen y redirijan hacia el amuleto, que hace las veces de la divinidad desnuda e invulnerable. En latín, hechizo se decía fascinum (falo hechizo, no natural, artificial y, de ahí, “consolador” [ólisbos]).

Sin embargo, cuando no hay protección, es preciso desnudar el cuerpo y asearlo a la par del espíritu, para que el mal lanzado por los ojos pueda ser ‘limpiado’ y ‘curado de espanto‘. El espanto que ha sido inoculado en la víctima a través de la mirada ajena. En las distintas tradiciones del mundo, el mal de ojo, se asocia a la hechicería por la carga dañina y el mal no natural que el brujo deposita en su víctima cuando la ojea. Los médicos de la antigüedad llamaban fascinare al mal de ojo.

Ser mirado ‘de mal modo’, ‘con ciertas intenciones’, o ‘con un exceso de deseo o envidia’ enfermaba, precisamente, de fascinación: la fascinación del agresor (fascinator), una especie de maldición no verbal que enferma el cuerpo, espanta el ánimo y estigmatiza socialmente a la persona, causándole desprecio y rechazo. Lo que la víctima de fascinación (mal de ojo) lleva a cuestas, además de la enfermedad, es la impunidad del daño recibido, frente al que es impotente; desgracia que talla una marca invisible, pero identificable de vulnerabilidad.

El mal de ojo busca aquello que se oculta, por ello su mal no es evidente sino sospechado. Lo que ocultamos en lo más profundo de nuestro ser, sea noble o bajo, nos vuelve vulnerables. Quien recibe el mal de ojo, aún sin que su cuerpo sea tocado, entra en un juego de miradas público y privado que, psicosomáticamente, hace efectivo ese mal. Superstición o no, la brujería es una forma tentativa de crimen en la medida en que, fuera de las leyes humanas o naturales, realiza acciones nocivas que solo encuentran su contraparte protectora en lo divino. Esto resulta problemático en un contexto secularizado donde no hay justicia para las formas “maliciosas y sobrenaturales” de daño y tormento; afortunadamente, como contra parte, tampoco hay ya inquisición ni juicios contra las brujas.

En todo caso las constantes propias de la fascinación son la sexualidad y lo divino. La primera entra en juego mediante las relaciones que van y vienen de intimidad a lo político desplegadas en un amplio espectro: desnudez y amenazavirilidad y espantovulnerabilidad y fuerza, mal y protección. Lo segundo aparece en la profusa fuente de exhuberancia, superstición, ruina y justicia que nuestra especie ha otorgado desde la antigüedad, e incluso después de la muerte de dios, a la búsqueda de la divinidad.

El reconocimiento de lo sexual, en su amplio espectro, que se relaciona con la fascinación, explica la atracción entre los seres: la fuerza mesmerizante que atrae y retiene, así como el ambiguo tormento y placer que rodean a lo irresistible. Por su parte, la filiación con lo divino remite al desamparo y a la soledad de los seres humanos, filtran un atisbo de lo que Quignard llama “lo anterior”: una suerte de intuición, de fijación originaria, que antecede al lenguaje y a la incorporación de la humanidad en el espíritu. Lo anterior se barrunta en la fascinación. Quizás por ello, la búsqueda de un refugio frente a la amenaza de ser y de existir, no halle en la atracción y fijación un hogar, sino el desplazamiento y repetición de la errancia, el punto ciego, la ambigüedad de un sentir donde se capta “la percepción del ángulo muerto del lenguaje”.

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