Mucho se ha escrito ya sobre Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) como maestro del horror cósmico y la ciencia ficción, pero pocos han reflexionado que detrás de las historias del genio de Providence, Rhode Island, existen ideas sobre la ambición y las relaciones de poder que bien pueden delinear un pensamiento político tan complejo como el de algunos teóricos actuales.
Gracias a la biografía escrita por Michel Houellebecq (H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, 1991) sabemos que el autor de La llamada de Cthulhu (1928) era un tipo reservado y melancólico que gustaba de soñar despierto, aunque eso nunca le impidió estar al pendiente de los asuntos de su actualidad. Incluso, se distinguió por ser un opositor de la religión desde los 12 años, cuando declaró que “las respuestas de sus píos preceptores no le satisfacían[1]”, así como un gran aficionado a la Historia grecorromana y a los imperios antiguos. De estos últimos pueblos, consideraba que habían perecido gracias a tres errores: su expansión desmedida, la devastación ocasionada por sus conflictos militares, y “los absurdos e increíbles mitos que imponían sobre el alma y la inmortalidad[2]”. Con este razonamiento se pueden inferir algunos rasgos ideológicos que Lovecraft conservaría a lo largo de toda su vida: su ateísmo, el rechazo al imperialismo y a las guerras, y su antipatía y pesimismo ante la especie humana, a la que siempre vio como una “destructora de las convenciones de la naturaleza[3]” e indigna de habitar el planeta Tierra.
Pero, Lovecraft no era del todo un pacifista, sino que defendía “el sano militarismo[4]” y los gobiernos fuertes, por lo que estuvo más cerca del conservadurismo que de una postura liberal-democrática. Tampoco era muy patriota, pues aun siendo estadounidense se declaraba anglófilo, en honor a sus ancestros británicos, y como explica Sergio Armisén en El pensamiento político de Lovecraft (2007), renegaba del parlamentarismo y de las elecciones, porque eran “una decadencia cultural tan perjudicial para Occidente como el comunismo[5]”. Por esto, uno de sus miedos acérrimos consistía en los Estados populistas. Sin importar si se trataba de la derecha o de la izquierda, pensaba que darles poder a las masas era un grave desacierto; sin embargo, no por esto defendía necesariamente el fascismo o las dictaduras; más bien, creía en un gobierno utópico de personas altamente preparadas. Algo así como los mandarines chinos: “una pequeña y cultivada clase dirigente hereditaria, abierta al acceso de aquellos individuos que eleven su nivel cultural[6]”.
La mayor parte de sus días, Lovecraft debió votar por los republicanos, como establece Joshi (A dreamer and a visionary: H.P. Lovecraft in his time, 2001), pero en sus últimos años, sorprende cómo el escritor se convierte en un apartidista, al darse cuenta de que las élites solamente buscaban su propio beneficio. Es en esta etapa cuando el autor se muestra como un desencantado del capitalismo y del progreso tecnológico, diciendo que “el viejo sistema no lleva a ninguna parte[7]” y que “el desempleo que las máquinas provocan en la mano de obra conducirá a la ruina[8]”. Sobre esto, hay que considerar que, para este momento de vejez, Lovecraft ya había vivido la Gran Depresión de los Estados Unidos y una guerra mundial, por lo que no temía adoptar ciertos tintes de la socialdemocracia europea, celebrando algunas reivindicaciones populares en Reino Unido, como el seguro social, las pensiones o los derechos laborales.
No obstante, si bien los conceptos y problemas políticos que le interesaron a Lovecraft están dispersos en su correspondencia y declaraciones, es en su narrativa donde se deja ver su propuesta más interesante: el planteamiento de que ninguna forma de organización social salvará a la humanidad. Por esta razón, podemos distinguir entre las ideas políticas de Lovecraft y la política en Lovecraft, entendiendo lo político en sentido amplio, como todo intercambio o tensión entre individuos o grupos en la búsqueda de poder, y no solamente como los asuntos de las instituciones públicas. En este sentido, el catastrofismo está presente en muchas de las ficciones lovecraftianas, en las que aparecen personajes codiciosos (hombres, en su mayoría) que, confiados en su dominio de la ciencia o de las armas, emprenden travesías hacia ruinas o mundos perdidos donde, por desgracia, les esperan maleficios o monstruos ancestrales.
En La sombra sobre Innsmouth (1936), por ejemplo, se cuenta sobre un pacto macabro entre los humanos y los Profundos o Deep Ones —que son peces humanoides— en el que los primeros reciben riquezas a cambio de que los segundos puedan sacrificar personas o procrear con ellas. Asimismo, en la novela En las montañas de la locura (1936), considerada como la obra maestra de Lovecraft, se relata cómo una expedición completa muere tras explorar la Antártida, a manos de los Antiguos o Elder Ones: bestias descomunales con un origen muy anterior al de nuestra especie.
Conviene mencionar que los aventureros de En las montañas de la locura muestran cómo el poder masculino y europeo de la modernidad algún día será devastado por La Naturaleza, y cómo esta Naturaleza (con mayúsculas), representada por los Antiguos, posee mayor sofisticación y fuerza que cualquier civilización. Por el contrario, los humanos no somos los dominadores de lo natural, sino sólo un producto del entorno. Los protagonistas de este texto descubren que la humanidad fue creada por inteligencias extraterrestres y que, en algún momento, los Antiguos fueron los administradores de todo lo existente. Inclusive, se explica que los pueblos primordiales tenían una forma de tecnología muy superior a las máquinas propiamente técnicas: los shoggoths, que eran organismos parecidos a moluscos que, sin estropearse ni cansarse jamás, eran tan capaces de edificar ciudades como de gestar vidas; es decir, máquinas orgánicas, cyborgs o biomáquinas, en línea con pensadores más contemporáneos, como Félix Guattari, Hans Moravec, Gerald Raunig o Susan Hockfield.
A causa de esto, los exploradores de la novela de Lovecraft, que al principio se enorgullecen de sus avances y valentía, y que utilizan perros como sus bestias de carga y tracción, terminan adquiriendo consciencia de lo ínfimos y finitos que son; seres completamente intrascendentes frente a la eternidad de las criaturas originarias que construyeron los ecosistemas y sus equilibrios. Esto supone toda una reflexión anticipada sobre el fin del Antropoceno: cómo nuestra especie es incapaz de conducir su propia Historia, conocer toda la diversidad de organismos que existe o controlar la relación seminal de nuestro planeta, con todas sus energías (o sea, lo que llamamos Gea, Gaia, Pachamama…) con lo monstruoso. Se subvierte el antagonismo civilización versus barbarie para mostrar que los extremos se tocan: las edificaciones de los esperpentos fantásticos superan las de los imperios, y no hay tantas diferencias entre los sujetos modernos y los engendros. De este modo, la obra de Lovecraft contrapone lo biológico y lo artificial; contrasta el devenir caótico y aberrante del mundo natural con las intenciones de las y los humanos por registrar y codificar todo lo existente, en pos de usarlo como instrumento o capital.
Estas meditaciones, persistentes en la obra de Lovecraft, han sido retomadas por filósofos de hoy como Donna Haraway, que en Las promesas de los monstruos (2019) motiva a pensar que los humanos somos apenas una pequeña parte de un todo y no los amos del planeta. Asimismo, Graham Harman señala en Weird realism: Lovecraft and philosophy (2012) que todo aquello que asumimos como verdad es apenas una aproximación, pues puede ser que, como señalaba el autor de Providence, existan dimensiones y formas de vida que ni siquiera conozcamos. Como sea, los textos literarios o argumentativos de H.P. Lovecraft son una invitación a cuestionar los peligros del poder, lo destructivo de la arrogancia y lo terrible de no asumir las limitaciones de nuestro lugar en el enorme entramado sostenido por La Naturaleza.
Referencias:
[1] Carta a Clark Ashton Smith, 30 de septiembre de 1934. En Selected Letters (1973).
[2] Carta a Clark Ashton Smith, sin fecha, 1931. En Selected Letters (1973). Sobre esto, véase la Introducción a En las montañas de la locura de Juan Antonio Molina Foix (2018).
[3] The Conservative (1916).
[4] Carta a Alfred Galpin, 27 de octubre de 1932. En Selected Letters (1973).
[5] Ibídem.
[6] Carta a Reinhart Kleiner, 7 de marzo de 1920. En Selected Letters (1973).
[7] En defensa de Dagón (1921, ed. 2002).
[8] The Crime of the Century (1915).
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