Para el pequeño Mikel, hijo de mi amiga Yrenya (porque todavía le debo otra ida al parque)
Farewell my friend
in the garden of serenity.
—The Ramones, Garden of serenity.
Todos los parques, el parque
Para quienes habitamos entornos urbanos, hay un lugar que siempre ha estado ahí. Si bien, en palabras de Neil Gaiman, las ciudades son colecciones de vidas y edificios con identidades que cambian a través del tiempo, un parque es, a la vez, una ciudad muy pequeña dentro de otra y un escape de las dinámicas citadinas. Por su inmensidad, una metrópoli podría compararse con un monstruo, y siguiendo esta analogía, los parques serían los lunares en la espalda donde la bestia nunca se rasca; manchas que, en lugar de molestar, embellecen. En eso radica la función estética de estos territorios: irrumpen en medio de las calles de concreto con cuarteaduras, las fachadas con láminas y rejas, las estaciones del transporte o los cielos cruzados por cables, mientras ofrecen un oasis o Valhalla breve, convirtiéndose en un portal entre dimensiones para escapar de la prisa y de la presión.
El Edén pudo haber sido el primero de ellos. Se ha traducido como huerto o jardín (del hebreo gan, גָּן) pero era, más bien, un lugar de contemplación y no de trabajo. Eso lo vuelve más afín al griego parádeisos (παράδεισος): una utopía o paraíso caracterizado por la abundancia, el confort y el resguardo. Por eso, la salida del paraje edénico y su clausura fueron tan difíciles para la humanidad. Según El paraíso perdido de John Milton, la ciudad es “la corrupción del aire”, llena de pecados, lucro, abusos y formas simétricas, mientras el Edén era la inocencia y el balance natural.

El parque, entendido como pradera divina, libre y abierta, se opone a los páramos urbanos y cerrados donde las y los humanos pretenden ilusamente controlarlo todo; en cambio, implica entregarse por un rato a los ritmos sagrados de la naturaleza como una forma de desistir de la competencia económica de las ciudades. Tan sólo con pensar, a lo largo de un simple trayecto, “voy a cortar por el parque”, ya existen ánimos para la emancipación. Queremos desaparecer —diría Paul Virilio— para defender nuestro derecho a deambular y aletargarnos, aunque sea por unos minutos, y recordar que el bienestar es más barato de lo que se nos dice, porque, en ocasiones, todo lo que se necesita es “tomar el fresco”.
Es verdad: los parques que hoy transitamos no se parecen al Edén ni a las eternidades bucólicas del Gimlé, los Campos Elíseos ni el Tlalocan. Por el contrario, son espacios delimitados; no-lugares dispuestos por los proyectos urbanistas del capitalismo para darnos un respiro. Pero, aun al ser paraísos artificiales y enmarcados, no dejan de convertirse en nuestras posibilidades legítimas de recreo. Sí, son imitaciones; incluso Horace Walpole les llamaba “sucedáneos de la naturaleza creados por la modernidad”; no obstante, su sola existencia ya es democrática. Como los bienes comunes y las áreas públicas deben ser protegidos de la rapacidad de aquellos imaginarios que los creen innecesarios y suntuosos, o peor aún, que justifican que debe haber “parques de ricos” y “de pobres”, que la fauna de cada parque es una plaga, o que los vagabundos, mascotas, parejas y vendedores “afean” los espacios abiertos. No es así: como bien sostuvo la Anábasis de Jenofonte, “en los jardines hay virtud”. En cada parque, además del cuidado de la salud, los encuentros intergeneracionales, las oportunidades de empatizar y las conversaciones, existe el esfuerzo, a veces invisibilizado, de todos los que riegan, podan, limpian y reparan cada área. También, suponen lo lúdico en la niñez, la perseverancia de las y los deportistas, y la hazaña de hacer persistir el paseo en una sociedad inclemente y precaria. Así, cada parque puede considerarse como un triunfo del ocio sobre el negocio.

Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos
Hoy me acordé de dos parques que guardan importancia en mi historia. En ellos no pasó nada extraordinario, pero no podrían ser más contrastantes: en uno era joven; en otro no lo soy tanto. Caminé por el primero de ellos cada sábado, emocionado porque tenía el día entero para perder el tiempo. El segundo es mi lugar favorito para evadir mi exceso de ocupaciones y hallar pretextos para pasear. He recorrido ambos con un libro entre manos y sin mascotas, puesto que es complicado llevar gatos a los parques. Sin embargo, mientras el primero era atractivo porque nunca se abarcaba por completo y permitía estar solo, el segundo se acaba en quince minutos y es inevitable visitarlo varias veces el mismo día. Incluso, lo atravieso camino al trabajo y casi todas las noches.

Fundidora, mon amour
Los tres años que viví en Monterrey extrañaba los parques de la Ciudad de México. No solamente tienen árboles más grandes, sino cierta humedad que se echa de menos en el Norte. Aun así, el Parque Fundidora es uno de los lugares que más agradezco. Además de que en mis recuerdos siempre lo visito en días soleados, me es inseparable de las montañas azules y del canal de Santa Lucía. En una ciudad bella, pero con un clima yermo, los parques son pulmones necesarios, sobre todo en temporada de canícula. Y aunque hay áreas naturales portentosas, como Chipinque o La Estanzuela, Fundidora era lo más cercano para mí: una escapada de la ciudad sin la necesidad de salir.
Lo fascinante de Fundidora es que, como Monterrey, es paradójico. Al haber sido algún día parte de las instalaciones de un set de hornos industriales, exhibe los vestigios de las chimeneas, bodegas, diques y andamios de su pasado, por lo que es un monumento al descanso y al buen vivir entre ruinas del capitalismo fordista. Empero, no deja de reivindicar, entre líneas, la cultura del trabajo, pues tiene un museo dedicado a los procesos fabriles de las siderúrgicas y a las ciencias (Horno 3), donde se muestran varias placas que rememoran los patrones y empleados de los tiempos de la fundición. De todos modos, me es curioso cómo las entrañas de algunas naves de ladrillo y metal se han convertido en recintos culturales como la Cineteca de la ciudad, la Biblioteca Infantil o el Museo Conarte. Algo que sucede mucho en Monterrey: hay una amplia presencia de sitios y actividades artísticas, así como creadores y propuestas muy innovadoras, pero se ocultan bajo la aplastante primacía del capital y de las empresas.
Nada de lo anterior le quita a Fundidora su magnitud. Como la juventud misma, es inabarcable y está lleno de energía; se pasa de las bicicletas al lago y del viejo campo de béisbol al domo; de ahí, a La Espiral de Águeda Lozano o a La Serpiente de Mathias Goeritz. En ese parque se llevan a cabo festivales de música tipo Tomorrowland y ferias internacionales del libro, aunque nunca asistí a estos eventos. Yo me conformaba con ver a la niñez patinar, admirar las sesiones de fotos de las quinceañeras frente a vagones de carga y locomotoras abandonadas, y entrar a ver películas de autor cuando la dulcería de la Cineteca estaba desierta, abasteciéndome con las máquinas expendedoras. A veces, extraño husmear en la galería de la Fototeca o esperar el atardecer para subir a la Rueda de la Fortuna Pepsi: el London Eye regiomontano.
La continuidad de los parques de colonia: Las Américas
El Parque Las Américas o Plaza de las Naciones Unidas y yo hemos hecho amistad durante la pandemia por COVID-19. Está a un costado de Diagonal San Antonio, casi a punto de llegar a Obrero Mundial, y mi domicilio está casi enfrente. En los días más duros del confinamiento casi todo estaba cerrado, por lo que este sitio era la única oferta para relajarse. Me gustaba sentarme ahí y volver a mirar lo que ahora encuentro casi diario: las y los niños que se hacen amigos; la venta de dibujos para colorear y de dulces; el foro abierto donde las personas bailan y practican artes marciales, acompañadas por grandes bocinas que reproducen un soundtrack variopinto que va de José José a Romeo Santos. Todo es como una puesta en escena donde siempre encuentro novedades, desde las flores rojas en las que no me había fijado hasta las bachatas que se repiten, pasando por los perros que se detienen a saludar o que juegan con los chorros saltarines de una fuente. A lo largo de todo el territorio hay letreros con frases que, hace tiempo, me hubieran resultado ñoñas; hoy digo “tienen mucha razón”: Cuida a tu mascota, Aliméntate sanamente, Esfuerzo y dedicación. Bueno, siguen siendo algo ñoñas, pero envejecer es también dejar las transgresiones innecesarias.
Afuera del parque se pueden ver los cafés, heladerías, restaurantes y negocios de “la Narvarte”. No dejan de pasar los coches y, algunos días (los miércoles, creo) hay un tianguis ambulante en medio del lugar. Es lógico —pienso— porque Las Américas es “un parque de la colonia”: uno de esos enclaves relajantes entre edificios, creado para que las familias y los paseantes de cierta demarcación puedan salir del aprisionamiento de hogares muy reducidos. Además, en tiempos pandémicos, el hábitat cotidiano es tanto casa como oficina, por lo que el trabajo nunca se detiene. Siempre hay que hacer la limpieza, y como las casas se llenan de ruidos y cachivaches sobrepuestos, el solo hecho de salir al parque se vuelve un remanso o toda una revolución. No obstante, para mí, Las Américas siempre será, más bien, un espacio de serendipia. Es un parque chiquito que se puede desarmar y reensamblar muchas veces: cruzándolo de esquina a esquina; poniendo atención a las copas de sus árboles; evadiendo los charcos de su grava mojada con saltitos, después de que llueve; subiendo y bajando de la pista de tartán; o volviendo a notar, una y otra vez, que tiene un área con estelas de roca, como si se tratara de un Stonehenge en miniatura. Ahí, en ese parque, alguna mañana corrí muy emocionado, me he sentado entristecido en alguna banca, y he reído de mis propios chistes bobos, mientras camino y hablo solo. Es algo así como los libros que no dejo de releer: parece ser siempre el mismo recorrido, pero en cada revisita hace surgir nuevas sorpesas.

Epílogo: Iluminaciones
El antropólogo Abilio Vergara ha estudiado que en cada parque convergen lenguajes, rituales, socialidades y microcosmos: son geografías de la memoria y la afectividad; verdaderas experiencias. Hay puestos de jugos, trenecitos, estructuras infantiles con casitas, pasamanos y resbaladillas, áreas verdes, caminos adoquinados, senderos para bicicletas y hasta pequeños altares o cruces funerarias en honor a quienes “se adelantaron”. Además, siempre hay un enigma; algo para descifrar o descubrir. Recuerdo que cuando mi madre y yo recorríamos el Parque Hundido, por ejemplo, disfrutaba intrigado observar detenidamente las estatuas mesoamericanas que se encuentran ahí, inconsciente de que sólo eran reproducciones, o bien, pararme frente al reloj floral y admirar su grandeza. Instantes así eran destellos de luz entre la monotonía de lo cotidiano. Lo mismo ocurría en el planetario del Parque de los Venados, en las cascadas de Los Dinamos y en el puente rojo del parque japonés de Coyoacán. La vida, supongo, es una lista de parques que se interrumpe por otros sitios.
Para leer más:
Gaiman, N. (1995). SimCity. La vista desde las últimas filas. Barcelona: Malpaso.
Jenofonte (s. VI a. de C., ed. 1985). Anábasis. Madrid: Gredos.
Milton, J. (1667, ed. 2005). El Paraíso Perdido. Madrid: Cátedra.
Stordalen, T. (2000). Echoes of Eden. Genesis 2-3 and symbolism of the Eden Garden in Biblical Hebrew Literature. Contributions to Biblical Exegesis and Theology. Leuven: Peeters.
Vergara Figueroa, A. (2004). Pequeñas iluminaciones sobre la ciudad: El parque de Los coyotes. Antropología, 75-76.
Vergara Figueroa, A. (2006). Espacio, lugar y ciudad: etnografía de un parque. Hiernaux-Nicolas, D., Lindón, A. y Aguilar, M.A. (2006). Lugares e imaginarios de la metrópolis. México: Anthropos.
Virilio, P. (1980, ed. 2001). Estética de la desaparición. Madrid: Anagrama.
Walpole, H. (1770, ed. 2015). El arte de los jardines modernos. Madrid: Siruela.
Imagen de portada: Seurat, G. (1884-1886). Un dimanche après-midi à l’Île de la Grande Jatte. Art Institute of Chicago.
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