06/20
He iniciado prácticas de meditación. Comencé a tener un incremento de ansiedad por la pandemia y por el exceso de trabajo en casa. Tengo mis obsesiones y paranoias. Muchas de ellas se han intensificado últimamente. Así que el estrés aumentó y he sentido mi cuerpo en el borde. Antes, en los trayectos a los distintos lugares que tenía que visitar, salir a caminar o deambular por una plaza comercial me ayudaba a despejarme, pero ahora que el exterior está prácticamente prohibido, me doy cuenta que tengo que ir al interior. Por ello he estado investigando diversas técnicas meditativas tanto tradicionales –para las que me ha ayudado Laura Muñoz y un par de sesiones de cuencos tibetanos de Brenda Granados Segovia–, así como otras más modernas que he investigado en línea como esa técnica de Meditación Trascendental a la que llegué por el interés que tengo en David Lynch. Sin embargo, no me ha acomodado ninguna específica, así que me he puesto a experimentar una fusión, algo personal. Seguro quien sepa más de meditación y lea esto me tomará por ingenuo. Lo soy. Hasta comencé un cuaderno donde voy registrando cada sesión. Su portada es la de la brigada Bookhouse boys de la serie Twin Peaks de Lynch y Mark Frost. Esto lo he hecho en los pocos espacios que me deja el trabajo en universidades para las que he tenido que revisar los trabajos de fin de curso.
Las pinturas de Edward Hopper se encuentran muy presentes para las alumnas y alumnos con quienes comparto las clases este semestre. Varias de ellas me las han presentado como referentes para su trabajo tanto escritural como escénico. Pienso que los ambientes del estadounidense tienen alguna relación con nuestra situación actual pandémica: las calles lucen desoladas y en los ambientes interiores reina una sensación de soledad. Pero ahora noto que esa sensación bien podría ser la de un confinamiento. Los personajes hopperianos se encuentran confinados en sí mismos. Su confinamiento no es producido por una pandemia pero sí por la ciudad. Esa enorme caverna que hemos construido y nos da la sensación de estar seguros.
Los lienzos de Hopper han influido en la visión de Luis Lugo, quien logra reproducir ese confinamiento citadino en su libro Restaurante Bar Familiar en el que cada poema bien podría ser un cuadro del estadounidense. Muy cercano a la poesía del imagismo angloamericano, Lugo parte de situaciones concretas y escribe apenas lo necesario para que la imagen sea clara y concisa en la mente del lector. Sin embargo, esa imagen es apenas la superficie del caos y devastación que subyace en el interior de sus personajes. A la manera de Raymond Carver, el poeta traza los mínimos elementos que propician una enorme explosión en cuanto el lector los relaciona entre sí como puede apreciarse en el poema Starbucks:
Todas las mañanas mi padre me invitaba a Starbucks;
probábamos el café del día.
Nos sentábamos a beberlo.
Nuestros nombres en los vasos iban borrándose
hasta volverse desconocidos.

Si Hopper pintara en estos tiempos, seguramente pintaría un Starbucks. Varios de sus óleos ya suceden en cafeterías. Vuelvo a la pintura de Nighthawks. Quizá la que más me evoca, pues desde hace mucho tiempo soy un noctámbulo y me he encontrado, en varias ocasiones, varado en algún café 24 horas esperando a que abran el metro y pueda regresar a casa. La espera es otro de los temas que más se le atribuyen a Hopper. En sus cuadros existe la sensación de un tiempo suspendido que da la impresión de preceder a un acontecimiento. Cada vez me convenzo más de que esa espera proviene en mayor medida de quien observa que de lo retratado en sí. Queremos que algo suceda porque no nos resignamos a lo estático. Al no acontecimiento. Toda espera es espera de un futuro que modifique algo del estado actual. La espera contiene ansiedad y, extendida, produce angustia, como bien lo teatralizara Samuel Beckett en su célebre Esperando a Godot.
Pienso que lo único que tenemos en esta vida es tiempo. Por eso, lo peor que me podían hacer era hacerme esperar. Y no sé por qué, pero, desde niño, siempre atraje a la espera: era el último al que le llevaban su platillo en un restaurante, el último al que le calificaban un ejercicio en la escuela, al que le tocaba el corte de caja en un supermercado, el que tenía que esperar a la siguiente ronda para poder acceder a un juego mecánico, al que más hacían esperar para una cita en una oficina o en las visitas médicas; y muchas situaciones semejantes. Y, para colmo, me hice amigo de las personas más impuntuales del mundo.
Iván Arizmendi me llegó a hacer esperar en el Sanborns de metro Chilpancingo, que habíamos designado como la oficina de la Editorial Antropófagos, hasta por más de dos horas. Esto me enervaba. No podía creer que una persona fuera tan desconsiderada con la otra. Mi cerebro se encontraba a alta velocidad pensando en todo lo que le diría cuando llegara, en que debiera irme sin avisarle, en todo lo que podría estar haciendo en lugar de estar ahí, en las mil y un formas satisfactorias de herirlo… Y cuando aparecía por la puerta de vidrio que daba a la terraza, yo me encontraba tan cansado y la charla se volvía tan amena que lo olvidaba. Solo le echaba ojos de reprobación y manifestaba mi enojo con una seriedad inicial que se iba desvaneciendo conforme nuestras tazas de café se iban rellenando durante horas por solo $20.00 por visita. En ocasiones pedíamos una rebanada de pastel que comíamos entre ambos o, si el hambre lo ameritaba, pedíamos unos Tecolotes –molletes cubiertos por chilaquiles– para compartir. Los días de estudiantes universitarios o recién egresados demandaban una administración económica bastante ceñida.
En otro de sus textos, Lugo construye un personaje homófono a Edward Hopper que es mucamo en el hotel Acuarela y lleva por apellido Hooper. Un fragmento del poema siempre me ha evocado a Iván:
Ahora está fuera de servicio, fuma un cigarrillo, sostiene una lata de Coca-Cola light, la toma por espacios irregulares de tiempo, lanza bocanadas, no hay un metódico y regular proceso, son espacios irregulares que Hooper vierte en su descanso. Pareciera jazz por la improvisación que lanza en la manera de sorber y aspirar, no se guía por ningún ritmo.
Si bien Iván no gustaba de tomar refresco, la imagen de la improvisación jazzística entre las bocanadas a su cigarro y los sorbos a su café se acercan mucho a su manera de hacerlo y a la potencia que producía conversar con él. Solo que Iván utilizaba una variante más: su espléndido humor amargo. Ahora pienso que la vida de Iván fue una gran y excelsa improvisación jazzística.
Por si fuera poco con las demoras de Iván, después conocí y empecé a salir con Laura Muñoz. En una ocasión quedamos de vernos en cita cuádruple la pareja de Iván, él, Laura y yo en el bar underground Dada X Club cuando aun se encontraba en la calle de Bolívar en el Centro Histórico. Desde hacía tiempo ya empezaba a practicar el llegar media hora más tarde de la hora en que nos citábamos porque ya conocía a ambos. Esa vez, como siempre, fui el primero en arribar y poco después Iván y su pareja. Estuvimos platicando afuera por un par de horas con pequeñas noticias de que Laura ya estaba en camino. Iván intentaba calmarme con temas interesantes, pero la tensión en mi rostro revelaba mi descontento. Laura llegó, yo mostré mi enojo y entramos al antro. En ese tiempo no bebía y, hasta la fecha, bailo poco, así que me intoxiqué con el azúcar del refresco y las conversaciones.
El remate fue cuando ambos me dejaron esperando en el mismo Sanborns casi tres horas para una junta de trabajo. Aun después de que yo llegara 40 minutos más tarde de lo acordado. En cuanto se sentaron a la mesa en esa ocasión, les aventé un discurso sobre la seriedad, la disciplina y el rigor hacia nuestra labor para después ir al baño a orinar y desquitar un poco de mi rabia ante el espejo. Iván pensó solo tomarse una taza de café y retirarse pero, cuando regresé, entramos en materia y, de nueva cuenta, todo se diluyó. Ya éramos un trío de jazz antropofágico.
Evidentemente aquella perorata no los hizo cambiar. Ellos atribuían su demora a que vivían en el Estado de México y el trasladarse a la Ciudad era siempre un caos. Lo cual es cierto. Así que, por salud mental, tuve que cambiar mi estrategia si es que quería seguir manteniendo una relación con ambos. Si ya sabía cómo eran… A parte de que arribaba entre media hora y 50 minutos más tarde a lo pactado, comencé a utilizar esos lapsos en actividades que no demandaran mucho tiempo o concentración y que pudiera interrumpir en cuanto llegaran. Regularmente se trataba de cuestiones que quería hacer por mero gusto y que había postergado por asuntos laborales o “más importantes”: leía fragmentos de libros o artículos, escuchaba canciones, veía videos, escribía ideas que habían deambulado por mi cerebro durante varios días, hacía escaletas de trabajo o, en ocasiones, me quedaba observando la enorme escultura o la fuente que se encontraba en el patio del conjunto de edificios Aristos del reconocido arquitecto José Luis Benlliure donde se ubicaba el Sanborns y del que no querían retirarse las oficinas del INAH. Nunca le terminé por encontrar gusto a la escultura que, según yo, era una réplica de La Giganta de José Luis Cuevas, pero su presencia me servía de grata compañía. Me relajé. Había encontrado un tiempo para mí mismo que disfrutaba. Empecé a llegar en punto solo para recorrer la librería o la sección de películas del Sanborns, leer alguna revista o un cómic. Babosear, como lo decía mamá cuando nos llevaba a una plaza comercial solo a pasear: “vamos a babosear”. Después entraba al restaurante y me topaba con los demás clientes frecuentes que se encontraban en sus mesas de siempre como en las pinturas de Hopper.
Perdimos nuestras oficinas antropofágicas con el terremoto del 19 de septiembre de 2017. Una vez que pudimos contactarnos y corroboramos que estábamos bien, Iván nos mandó la noticia del estado del conjunto Aristos. Sufrió varios daños que lo hicieron permanecer cerrado y el Sanborns fue desalojado junto con las oficinas del INAH. En el periódico El Universal se publicó recientemente un reportaje donde se informa que se está remodelando para convertirse en un lujoso hotel de 400 habitaciones. Nosotros nos convertimos en antropófagos nómadas.

Existen pocos cuadros de Hopper en el que no se encuentre la marca de la civilización. Regularmente hay alguna construcción arquitectónica entre los páramos o algún velero sobre el mar. Y, cuando se encuentran personajes dentro de sus pinturas, todos dan la impresión de provenir de la ciudad y, al igual que las construcciones: domestican el paisaje, el océano; lo civilizan y hacen que se pierda el asombro. Urbanizan todo con su confinamiento interno. Lo confinan. Esos cuerpos figurados en el lienzo mantienen un parentesco formal con sus arquitecturas. Son ajenos a su entorno.
Empatizo con los personajes hopperianos. Me encuentro confinado en mí mismo desde la partida de Iván. “Estoy rodeado de fantasmas, lo admito, envuelto en papeles blancos. Busco hacer con estos arrugados copos de papel blanco, algo. Me senté a escribir”, dicen otras líneas del poema de Lugo que me siguen evocando a mi amigo. “Tracé la falta, la ausencia que pisabas”, concluye.
Una escena de la obra De espera del mismo Iván Arizmendi describe mejor esta época:
LIVERPOOL: (Solloza.) Estoy cansada de esperar, pero no se me ocurre otra cosa. No quiero salir y tampoco quiero estar adentro. No tengo hambre pero tengo un vacío en el estómago… No tengo sueño pero quisiera cerrar los ojos y perderme…
MONTANA: Se me acabaron los sueños de piedras para que construyas algo con ellos.
LIVERPOOL: Sólo estamos aquí para ver pasar el tiempo.
MONTANA: Somos una estación en una calle sin gente y en donde nadie va a detenerse nunca.
LIVERPOOL: Es como si una nube de años y polvo se hubiera quedado por toda la casa.
Y como los personajes arizmendinianos nombrados así por marcas de cigarros, me sentía consumir meramente por el paso del aire, del tiempo. No había angustia beckettiana, solo una extraña sensación de ser ajeno a mi entorno.
Una de las notas que hice en el cuaderno de Twin Peaks sobre mi primera meditación satisfactoria dice: “la sensación me recordó a las tardes en que aguardaba a Iván y a Laura en el Sanborns y escuchaba música en mis audífonos. Hacía nada y estaba tranquilo”. Me parece curioso que haya usado la palabra “aguardar” en vez de “esperar”. Entiendo que ya no espero nada ni a nadie. La ansiedad y angustia de la espera no me van más. Me hago consciente de que la espera, al menos la que practicaba, también está muy relacionada con el ego. Paradójicamente, ese ego no me dejaba estar conmigo. Ahora veo que cuando cambié la estrategia con Iván y Laura, abrí un espacio de tiempo personal en el que podía habitar como necesitara hacerlo en ese momento. Un espacio para estar conmigo. Necesito ahora ese espacio para intentar dejar de ser un fantasma que sigue deambulando meramente por sus asuntos pendientes. Escribió Nietzsche en el prólogo al Ecce Homo:“El hielo está cerca, la soledad es inmensa; ¡más qué tranquilas yacen todas las cosas en la luz! ¡con qué libertad se respira!”.

Imagen de portada: Nighthawks de Edward Hopper
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