“El Reino no será espectacular”: Emmanuel Carrère o el devenir cristiano - MilMesetas

El escritor, guionista y realizador cinematográfico Emmanuel Carrère (1957- ) se debate entre militar o no como cristiano. En su novela El Reino retrata las peripecias de Pablo de Tarso, Lucas, Juan y los primeros cristianos como una saga llena de frustraciones, enojos y soledades, pero, también, como un camino glorioso. Así, el cristianismo queda evaluado como una colección de amor, pesar y crecimiento que no está exento de incongruencias, dilemas o enigmas. Un viaje, con todo y sus buenos recuerdos, conquistas y retrocesos. 

Retratos

Escribir un retrato de Emmanuel Carrère es escribir, en realidad, muchos retratos. El de su madre, la historiadora y sovietóloga Hélène, descendiente de georgianos, que se opuso fervientemente a los legados de la Revolución rusa y militó a favor de la derecha conservadora francesa; el de su primo, el filósofo François Zourabichvili, que escribió un Vocabulario de Deleuze (2003) que repasé bastante durante aquellos días oscuros de mi tesis doctoral, y al que agradezco la definición de conceptos tan crípticos como Aión o ritornello; y el de Marc Thiriez, el protagonista de la primera novela de Carrère: un hombre que se afeita el bigote que ha usado a lo largo de toda su vida adulta sin que su esposa (o nadie más) lo note. También, sería el retrato del parisino Vincent Lindon, un actor maduro, ex-pareja de Carolina de Mónaco, que protagonizó la versión fílmica y homónima de aquella novela kafkiana del bigote, Le Moustache (2005), la cual, por cierto, tiene una escena de apenas unos segundos que me desconcierta, donde Thiriez/Lindon sube a un elevador junto con la antes mencionada esposa, Agnès (Emmanuel Devos), y se pone serio y triste, como todas las personas que, tras abordar un ascensor, esperamos a que termine su travesía. Luego, mira a Agnès con cierta ternura mientras ella no lo ve, o al menos finge no mirarlo, hasta que los ojos de ambos se encuentran. Entonces, ella sonríe, justo en el momento previo a que las puertas del elevador se abran. Suena la campana que anuncia la llegada a un nuevo piso. Más tarde, la película continúa como si nada. Igual que todas las vidas, tras los ascensores. 

Pienso en más retratos: el de Jean-Claude Rommand, que en 1993 asesinó a su pareja, hijos y padres, y después no pudo quitarse la vida. Carrère hizo una novela sobre el caso: El adversario (2000). Bueno, no sé si sea una novela, porque es más bien un álbum nonfiction con pegotes imaginarios, documentación exhaustiva y experiencias sobre la locura. Es un libro que carga todo el estilo inconfundible de Carrère y se vuelve, de paso, por sí mismo, un retrato. Algo como “un Caravaggio”, “un Picasso”o “un Bacon”; “un Carrère. Y es que, así es su obra: habla de una cosa para tratar otra, hace gala de una enorme erudición histórica, con lujo de detalle, y a veces se lee preciso y periodístico, mientras, otras tantas, es más empático y sensible, como si los personajes fueran sus amistades de toda la vida. No importa si se habla del homicida Rommand o del abuelo del escritor, quien, en Una novela rusa (2008), ambientada en 1944, decide colaborar con los nazi para sobrevivir a la Ocupación de Francia. Tampoco es importante si el retratado es el estrafalario Limónov, que, en el texto del mismo nombre, publicado en 2012, es un poeta soviético disidente que acaba como vagabundo y preso en Nueva York. Al final, los personajes de Carrère son retratados como daguerrotipos sobre un espejo; se construyen con miles de pinceladas diminutas, pero, tras las expresiones nítidas de sus rostros, acaban por mostrar un retrato del propio novelista y guionista francés. Así, Rommand es el hombre que el autor jamás querría ser; su abuelo, un pasado lleno de vergüenza y un secreto de familia; y Limónov, aquel rockstar favorito que el escritor imita con admiración.  

Curiosamente, todos los personajes de Carrère tienen momentos de fuerza, belleza y éxtasis, como si se alentara la cámara de nuestra mente mientras leemos cómo se yerguen orgullosos, corren, lloran o se quedan mirando al vacío. Me recuerdan las pinturas religiosas barrocas, con su iluminación gloriosa y sus expresiones sublimes: El descendimiento de Cristo de Rubens; La crucifixión de San Pedro de Giordano; la María Magdalena de Artemisia Gentileschi. Y me digo: “escribe como si todos sus protagonistas, todos, los delincuentes, espías, transeúntes y simples tipos tristes, fueran santos. Los retrata como si pasaran por las pruebas, dudas y momentos excelsos que pasaron los Padres de la Fe”. Y me percato de que así es: hay que leer a Carrère en clave de hagiografía. Tal como en las vidas de los santos (es decir, escritos o grafos de hagios, ἅγιος, “los hombres apartados”), en las novelas de Carrère hay mártires, ascetas, sabios y prófugos; hay momentos de lucidez, conflicto y hermosura, como cuando estamos ante el amor, la esperanza y la solidaridad que destilan espontáneamente del corazón; los actos más pequeños y generosos, pero tajantes y sorprendentes. Lo mejor que tenemos como humanos. 

El Expolio. El Greco (1577)

Los trabajos de El Reino

Es probable —reflexiono— que uno de los mejores ejemplos de las hagiografías de Carrère sea, precisamente, la novela donde relató la vida de algunos santos. En El Reino (2014), que es mi texto favorito del francés, se habla de Saulo de Tarso o San Pablo, de San Lucas y del San Juan del Apocalipsis, pero también de San Pedro, Santiago, Santo Tomás y San Judas. Igual, se refiere a Jesucristo, el santo de santos, y a sus amistades que, sin santidad, protagonizaron anécdotas donde aprendieron la templanza, paciencia, gozo, bondad y fe: frutos del Espíritu Santo. Así, la novela refiere a Zaqueo de Jericó, el publicano de corta estatura, a Nicodemo, que aprendió que debía “nacer de nuevo”, a María Magdalena, la fiel seguidora del Cristo, a Poncio Pilatos, el juez romano, y a Jairo, padre de una niña resucitada. También, El Reino alterna los viajes de Pablo y Lucas con retratos de gentiles o incrédulos que tuvieron problemas para comprender el furor cristiano del siglo primero: el fariseo Gamaliel, que veía en las enseñanzas de Cristo, herejías contra la Ley; el jurista Dionisio, que escuchó a Pablo en el Areópago griego, predicando sobre un “Dios no conocido”; y el rey Agripa, que, impresionado por el tesón paulino, dijo: “casi me convenzo de hacerme cristiano”. En todos estos personajes  parecía que el privilegio, la tradición, la ambición o ciertas doctrinas, les nublaran la vista ante el “milagro cristiano”. Como si esos ricos o políticos poderosos, con criterios más estrechos que “el ojo de la aguja”, se resistieran a que unos aventureros barbudos les vinieran a contar sobre el “amor al prójimo”, o afirmaran que “el que quiera ser el mayor en los Cielos deberá ser, primero, el más humilde”. No obstante, también esta novela de Carrère tiene otros retratos, muy distantes de la expansión del cristianismo en Oriente Medio y Asia Menor. Por eso, no puede leerse como narrativa histórica ni como ficción paleocristiana. No es Médico de cuerpos y almas (1960), la vida novelada de San Lucas que escribió Taylor Caldwell, ni Rey Jesús (1946) de Robert Graves, ni la ingeniosa El Evangelio de Lucas Gavilán (1979) de Vicente Leñero. Es otra cosa.

Incredulidad de Santo Tomás. Francesco Salviati (1541-1547)

Aunque, por momentos, El Reino equipara los primeros cristianos con la explosión del verano del amor y Woodstock, como el musical Jesucristo superestrella (1971), la serie The Chosen (2017- ) o el reciente filme La revolución de Jesús (2023), la novela de Carrère también habla, a manera de ensayo, de cómo el escritor de ciencia-ficción estadounidense Philip K. Dick fue un re-intérprete contracultural de lo cristiano, pues, sus distopías, que son claramente apocalípticas, eran una forma de recuperar la hermandad y la resistencia frente a la frialdad corporativa y la devastación ambiental; el amor de la humanidad contra las tecnologías de La Bestia. Asimismo, la novela de Carrère es muy autobiográfica. En ella, Emmanuel se expone, un poco avergonzado, como burgués que visita Grecia en las vacaciones, frecuenta la pornografía en línea, y perdió la paciencia como patrón de una mucama y niñera ex-hippie, abusiva y desesperante, hasta que terminó por correrla. Del mismo modo, el autor admite que no ha sido el padre o marido más atento, y que tiende a ser muy obsesivo con sus oficios. Aun así, El Reino es tan hagiografía como testimonio (que viene de los vocablos latinos, testis o “prueba” y monium, “calidad de”). Es el relato testimonial de cómo Carrère, movido por una tía devota, intentó convertirse al cristianismo, y, con los años, dejó la religión. No obstante, la novela explica que, a pesar de abandonar la Iglesia, el autor francés no perdió la pasión por los Evangelios ni por los primeros santos. Así, mientras El Reino dice a ratos ser la historia de un fracaso, es, para mí, en cambio, la de una conversión. Porque, pienso que eso es la vida de la o el cristiano: entusiasmo, caída, lucha, arrepentimiento, un poco de nostalgia y, al final, aprendizaje.

La transfiguración de Jesucristo. Rafael (1517-1520)

Por el camino de Damasco

Por las noches, salgo a andar en bicicleta. A veces hablo con Dios. No puedo decir que medite con seriedad o que sea una oración solemne; tampoco un rezo. Es un galimatías de preguntas, despotriques de mis frustraciones, incertidumbres ante el futuro, hazañas contadas con ilusión, agradecimientos por la lluvia, la buena música o el cariño, plegarias por la gente que amo y, sobre todo, la disposición de no sentirme solo. En ocasiones, tomo la caída de las primeras gotas de lluvia, el olor de los parques o algunas nubes como respuesta divina. Otras, sé que Dios no responderá; al menos, ni pronto ni con palabras. “Obra de maneras misteriosas” y “no está ajeno a mí”, me reitero. Pienso que mi fe sería mucho más valiente si hubiera tenido una historia de conversión. Algo como esa anécdota de Pablo camino a Damasco (y recuperada en El Reino) donde aquel próximo predicador, que, para entonces, era un mercenario fariseo y perseguidor de cristianos, vio una luz celestial, quedó ciego y escuchó a Cristo. 

La conversión de San Pablo camino a Damasco. Caravaggio (1600-1601)

Crecí en una familia tradicional y cristiana que navegó por varias iglesias y denominaciones protestantes. No he dejado de creer porque, dijo Pablo: “solo el que prosigue a la meta será salvo”. Además, me gusta quién soy como cristiano: alguien más amable y considerado que si no temiera nada; “todo me es lícito, pero no todo me conviene”. Además, el Nuevo Testamento  tiene unos greatest hits inolvidables que son muy parte de mi filosofía de vida, como las bienaventuranzas, el “no os hagáis tesoros en la tierra, sino en el Cielo” y eso de que “el amor es paciente, es bondadoso, no es envidioso, ni jactancioso, ni arrogante… todo lo espera, lo alegra, lo perdona y lo cree”. Con todo ello, vivimos tiempos en que la Iglesia (como institución, es decir, toda denominación) se ha corrompido por completo, y no hay muestras de compasión ni comunalidad por parte de las y los creyentes; por el contrario, ser “devoto” es sinónimo de ser activista provida, de ver videos de hombres y mujeres de “alto valor”, de la defensa de un ideal de familia que desde hace mucho no existe, y de una arrogancia clasista y discriminatoria que separa los más aptos y buenos de quienes “ya viven en los últimos tiempos”. Ante el desazón de todo esto, El Reino de Carrère me recuerda que antes, hace mucho, la Iglesia ya se había corrompido, porque la ultraderecha de hoy se parece bastante al fariseísmo y al ortodoxismo judío, y, como en los tiempos de los primeros cristianos, los que creemos sin una religión o ya no ponemos pie en las iglesias, los autónomos o anárquicos, los anarcocristianos, estamos confundidos, resentidos; algo solitarios y errantes. Y nos damos consuelo sintiéndonos diferentes: “sí, sí soy creyente, pero no de esos que… sí, soy creyente, pero nada religioso”. En palabras de Pablo: “angustiados, en apuros, pero no desamparados; derribados, pero no destruidos”.

Ser devenir cristiano

Sería fantástico ver y hacer milagros, morir como mártir o vivir en las comunas que se relatan en El Reino. Las y los primeros cristianos compartían todo: los bienes, la comida, el tiempo y la habitación. Algo muy bello que comenta el filósofo Giorgio Agamben es que todas las enseñanzas de Cristo giran en torno a la amistad. Consolar a (amigas y amigos) que lloran, apoyar y amar al prójimo (o sea, al amigo); escuchar y sacrificarse. “El que es amigo, ha de portarse como un amigo”. Y, en ese sentido, no se puede “nacer cristiano” ni “convertirse a cristiano” de una sola vez, como por arte de magia. Si bien la conversión o el convencimiento impactan y son importantes, son apenas el primer paso; la puerta de entrada. No hay “soy cristiano”, sino, más bien, un “estoy siendo cristiano”. Hay un “devengo o estoy comportándome como tal”. Emmanuel Carrère lo tiene bien claro, e incluso, se mofa un poco. El Emmanuel de la novela abraza el cristianismo con pasión y jura que siempre será un devoto, pero, con el tiempo, descubre que es demasiado difícil mantenerse íntegro. Por eso, es mejor ser el peor cristiano, pero, mínimo intentar serlo, que ser el mejor de los charlatanes. En palabras del teólogo Hans Kung, la resurrección y divinidad de Cristo son dogmas, pero el cristianismo se demuestra en la práctica. Es un modo de existencia que no depende de la propia sexualidad, de la vestimenta, del habla coloquial o de los partidos políticos; está en cuánto amor se puede sentir y dar, y en el deseo de cambiar cada que se cae, a sabiendas de que uno se tambaleará y caerá mil veces. 

San Juan Evangelista en Padmos. Fray Juan Bautista Maíno (1612-1614)

Tomando en cuenta lo anterior, veo que ese cristianismo fervoroso y algo guerrillero de El Reino, con las campañas incansables de Pablo, la investigación minuciosa de Lucas sobre Jesús o la prisión de Juan en Patmos, es más radical que los gringuismos religiosos o las falsedades que rodean la actual Iglesia. Se acerca más a las enseñanzas de los teólogos de la liberación, léase Ellacuría, al ecologismo de Iván Illich, Lanza del Vasto o Leonardo Boff, y a los poemas de Ernesto Cardenal, que a los sermones de los republicanos estadounidenses y las películas cristianas. Es una avanzada de locos, porque “el Evangelio es locura para el incrédulo”. Y en mis dudas actuales, en mi “muéstrame evidencias, Dios, para creer” mientras pedaleo por las noches, esa puede ser la respuesta. No se requieren milagros sobrenaturales para ser una persona decente y amorosa (ya no decir, “cristiana”); el milagro que basta es la historia del cristianismo primitivo, con sus muestras descomunales de valentía y comunalidad. Tan solo con las anécdotas que Carrère recupera, tan contrastantes con la hipocresía contemporánea, basta y sobra. Ese es, desde mi humilde lectura, el portento de la novela: volver a hablar del arrojo y la locura en un mundo que demerita otros mundos posibles.

No os conforméis a este mundo

Cuando era niño y repetía el Padre Nuestro, en el “venga a nosotros Tu Reino” pensaba que los Cielos se abrirían y que bajarían ejércitos de ángeles en caballos blancos, luces inmensas y un gobierno divino. En realidad, esta semana recordé unos versículos que dicen: “El Reino no vendrá con advertencia, ni será cosa visible. El Reino no será espectacular”. Y pienso que, si muero sin que haya una Parusía (παρουσία), una llegada asombrosa de la divinidad en la Tierra, me basta con defender la koinonía (κοινωνία), que es, en griego, la “comunión”; la amistad basada en el amor mutuo, la paciencia y la generosidad. El enorme poder que se manifiesta cuando hacemos las cosas juntas y juntos. Como en El Reino, tal vez, “una completa locura”; pero, de menos, la locura transformadora de unos cuantos. Una locura que, como decía un amigo cristiano llamado Osvaldo, que hace muchos años no veo: “una locura bella; algo así como un viaje que apenas comienza”.

Portada: La Cena en Emaús. Rembrandt (1648)

Para saber más

*Carrère, Emmanuel. (2014). El Reino. Anagrama. 

Boff, Leonardo. (2020). Reflexiones de un viejo teólogo y pensador. Editorial Trotta. 

Agamben, Giorgio. (2015). El amigo / La Iglesia y el Reino. Anagrama. 

Kung, Hans. (1977). Ser cristiano. Editorial Trotta.  

Illich, Iván. (2002). En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor. Fondo de Cultura Económica. 

Rognon, Frederic. (2017). Lanza de Vasto o la experimentación comunitaria. UAEM.

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