El clóset - MilMesetas

Ahora me escondo dentro del clóset —y sí, estoy dentro de este armario, apretujada entre mis abrigos y con las nalgas dormidas—. Y no, no espero encontrar la entrada a un mundo fantástico con faunos, enanos y perros que hablan. Estoy enlatada en este mueble porque considero que aquí estoy a salvo. Hace un par de minutos estaba al teléfono, pero escuché pasos y un ruido de llaves que me han puesto los pelos de punta, así que he tenido que correr a mi cuarto y meterme aquí. Esperaba usar el teléfono para cancelar el resto de mi día porque estoy al borde de un ataque de nervios, porque cuando un pequeño detalle destruye mi frágil equilibrio me pongo fatal. Normalmente ese malestar va acompañado de nauseas, sollozos, temblores, a veces también me sofoco; otras hago cosas estúpidas como la de ahora. Nada es como lo quise, como me lo imaginé, como me habían dicho que sería: naces, creces, estudias, trabajas, te reproduces, trabajas, y mueres. Desde hace tres meses estoy desempleada, y no trabajo ni me reproduzco, pero sí muero de miedo

Según yo estoy disfrutando de mis no vacaciones —no es que descansar sea mi deseo, estoy en paro—, y voy a aprovechar estas semanas para avanzar con proyectos atrasados, pero con esta depresión me he convertido en la persona más improductiva que conozco; en cambio mi compañera de piso tiene un trabajo bien remunerado y un gato qué cuidar, aunque quien lo alimenta y cepilla soy yo. En estos momentos su cara de éxito me parece despreciable. Necesito un empleo, uno bonito, conveniente. Me quiero comer el mundo desde la comodidad de mi casa, y sé que eso es imposible. No sé para dónde voy. Hay días en los que tengo ganas de todo: quiero invertir en la bolsa, quiero un negocio propio, quiero mi librería independiente, quiero una revista para señoritas desocupadas, quiero viajar y nunca detenerme, quiero casarme y tener hijos, quiero escribir el libro de mi vida, quiero quiero quiero. Otros días, sólo pienso en meter la cabeza bajo la almohada, quedarme en la cama hasta que no pueda enumerar más mis fracasos.

Foto: Daria Sannikova en Pexels.

Supuestamente comería hoy con quien dice ser mi mejor amiga —la que sólo llama cuando necesita algo de mí, y en esta ocasión quiere que le preste dinero, cosa que de momento no me sobra—, pero tuve que suspender la cita. La principal razón por la que cancelé fue la ausencia del agua caliente, y sé que es un lujo. Pero por falta de pago me quedé sin gas; el calentador funciona medianamente: se apaga cada dos minutos… Aun así decidí que podía darme una ducha con agua fría, en realidad no fui tan valiente y yo, la ecoloca, la salvadora de árboles, terminé tirando litros y litros del vital líquido para poderme enjuagar el champú. Además, el único vestido decente que tengo ha perdido el cierre y los botones; no me atrevo a aparecer delante de mi amiga vestida informalmente, sobre todo porque ella es una fiel seguidora de las últimas tendencias de la moda. De por sí me siento desarmada sin ocupación alguna, no me imagino frente a ella vistiendo como una indigente. Y no estoy volviéndome loca sólo por la ropa, por el agua, o por mi cabello endurecido y pegajoso por el jabón, es porque no tengo control sobre nada, salvo ahora que finjo no estar en casa y me escondo en esta concha de madera

Estoy aquí adentro porque mi roomie volvió a nuestro piso acompañada de su séquito de subalternos, no sé para qué vinieron y no tengo ganas de estar con ella ni con sus colegas de trabajo. Salir del clóset significa enfrentar la realidad: y yo me estrello contra ella como un pájaro en un edificio brillante. Odio tener que conversar cortésmente con un grupo de godínez insatisfecho con su insignificante existencia, que me recuerda lo mucho que necesito una vida laboral. Odio las preguntas innecesarias pero que demuestran un discreto interés por mi vida: ¿has podido encontrar un trabajo? ¿Ya sabes cuánto debes ahorrar para el retiro? ¿Vas a buscar un empleo fijo o te lanzarás de freelance? Hoy no estoy preparada para responderlas con una sonrisa fingida y afirmar que tengo todo planeado y bajo control. Hoy es uno de esos días en los que quisiera dejar todo y encontrar un mundo fantástico dentro de mi armario

Para colmo el gato rasguña la puerta del clóset, quiere delatarme o sólo entrar. Creo que me extraña y me busca, porque ahora paso más tiempo en casa y juego con él. —¡Shú! Esto no son las escondidas—, murmullo. Pero el gato mete la pata, desliza la puerta, me mira con sus grandes ojos azules y me saluda con un sonoro maullido. Rápidamente lo meto conmigo, sé que me voy arrepentir de eso, pues sus pelos se adhieren a todas las telas. Parece que las molestas visitas no se han percatado de nada. El felino ronronea y se enrosca cerca de mí, al menos uno de los dos es feliz. Su ruido de motor es relajante, comienzo a quedarme dormida cuando escucho pasos que se dirigen hacia mi cuarto. Mi compañero de armario se altera, me entierra sus garras en las piernas y comienza a rasgar la puerta. Intento calmarlo y sostengo su hocico entre mis manos para que sus maullidos se apaguen, pero todo se sale de control. Esta vez es inevitable que me atrapen: el gato da patadas contra las paredes y el movimiento es tal que se abre la puerta. Mi compañero de escondite sale huyendo justo cuando todos se han acercado para saber qué carajos pasa aquí. Entre tanto jaloneo, las sábanas se han caído sobre mí y me han cubierto de pies a cabeza, como si fuera uno de esos fantasmas de película vieja. Los godínez han corrido hasta a mí y me han dado un golpe en la cabeza, simplemente alzo las manos y les aseguro que soy yo, que vengo en son de paz. 

Imagen principal: Pixabay.

Déjanos un comentario