Un concierto de grillos comenzó anoche justo al disponerme a descansar. Al principio hasta disfruté de la estridulación y le encontré algo de relajante, pero después de 15 minutos, y al escucharlos cada vez más cerca, ya no me pareció tan arrullador el chirrido infernal de esos pinches insectos, fue entonces que me dí a la tarea de buscarlos para apachurrarlos… Uno, estaba escondido atrás de un cuadro que se ubica arriba de mi cama, y al verse descubierto, dejó de cantar, se había ganado mi respeto por ello, eso me hizo no querer aplastarlo, así que sólo le advertí que le parara a su desmadre porque yo deseaba dormir, y hasta eso lo entendió bien y se calló. El otro, estaba metido entre los rieles donde corren las puertas del clóset, lo hice salir con la punta de un bolígrafo, pero no pude hablar con él porque brincó por ahí y lo perdí de vista camuflándose con la textura de la alfombra.
El silencio se hizo de nuevo y ya echado sobre mi catre, comencé a contar los latidos de mi corazón como ejercicio para caer al sueño profundo más rápido, es un quehacer análogo a contar ovejas que me inventé porque me gusta estar al pendiente de un posible y anhelado infarto –padezco cardiofobia– que ya se ha tardado bastante en llegar. Casi nunca cuento más de 300 palpitaciones antes de entrar al universo onírico. Apenas iba en la número setenta y tantas, cuando nuevamente los ortópteros comenzaron su fastidioso ritual para atrar a alguna hembra cercana… Ésto ya era personal, no podía ser de otra forma. Recién acababa de hablar amablemente con uno de ellos, y el güey que se quedó tras el cuadro, se estaba burlando de mí ignorando el pacto entre caballeros que habíamos hecho minutos antes. Allí entendí bien a Pinocho por matar al puto Pepe grillo…
Rápidamente me levanté para encender la luz, y de un solo movimiento, arranqué el cuadro donde estaba mi burlón torturador auditivo, que al momento de saberse desprotegido, se abalanzó violentamente sobre mi rostro con toda la intención de noquearme; pude sentir la ráfaga de golpes asesinos con la áspera y angulada área de sus patas situadas exactamente en los pliegues de mi ceño. No le iba a dar tiempo de planear un segundo ataque, el ambiente se tornaba tenso y los segundos eran vitales, sólo el más fuerte sobreviviría. Decidido a acabar con su vida, antes de que él terminara con la mía, rápidamente dirigí la palma de mi mano con todo, para darme un certero zape y disfrutar de ese placentero y victorioso “crunch” que dejaría el diminuto cadáver de mi agresor embarrado sobre mi frente, pero no fue así…
Con visión de tubo, dejé caer toda mi humanidad sobre el colchón, la frente me ardía por el madrazo que me había dado yo mismo. Abatido y totalmente devastado, acepté mi derrota ante ese pequeño insecto que había demostrado una superioridad brutal al vencerme en batalla; brincó en el instante preciso para evitar ser aniquilado dejándome humillado y con el ego destrozado.
Creo que deberíamos dejar de romantizar el canto de los letales grillos, y comenzar a ver con amor a las inofensivas cucarachas. Seguro estoy de que Gavilondo Soler fue torturado y amenazado por un verdugo llamado Cri-Cri para que le escribiera su corrido.
Por Javier Hernández.
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