La tecnología se ha convertido en el nuevo lenguaje del mundo. Todo se traduce en códigos, en señales, en datos que viajan más rápido que nuestras emociones. Ya no basta con comprender la realidad: hay que actualizarla. Y en ese proceso, el ser humano corre el riesgo de confundirse con la máquina que creó.
La filósofa española Remedios Zafra (2017) ha descrito esta época como una “vida en red”, donde la identidad se construye en pantallas y los afectos se digitalizan. La intimidad, dice, se vuelve pública; y la exposición, una forma de pertenecer. Lo virtual no es ya una alternativa al mundo físico, sino su continuación: el lugar donde trabajamos, amamos, aprendemos y nos cansamos.
El escritor Nicholas Carr (2010) advertía que el exceso de estímulos digitales transforma la mente humana. Leer en internet no es lo mismo que leer en papel: el pensamiento se fragmenta, la atención se dispersa, la memoria se acorta. Somos multitarea, pero menos profundos. Lo que antes era contemplación, ahora es consumo.

Desde otra mirada, Donna Haraway (1991) en su Manifiesto Cyborg imaginaba un mundo donde las fronteras entre humano, animal y máquina desaparecen. Su visión no era apocalíptica, sino emancipadora: si aceptamos nuestra condición híbrida, podríamos liberarnos de categorías rígidas —como género o especie— para reinventar nuevas formas de existencia. Tal vez, sugiere Haraway, el futuro no esté en rechazar la tecnología, sino en habitarla críticamente.
Sin embargo, la promesa digital también tiene su sombra. El investigador Evgeny Morozov (2013) denuncia el “solucionismo tecnológico”: la creencia de que toda crisis puede resolverse con una app. Esta fe en el progreso perpetuo oculta la desigualdad, la vigilancia y la dependencia. Los dispositivos que usamos cada día registran nuestras rutinas, deseos y miedos; una base de datos que define quiénes somos antes de que podamos decidirlo nosotros mismos.
Y, sin embargo, la tecnología también es arte, juego, comunidad. Permite crear mundos, contar historias, mantener viva la memoria colectiva. Pero quizás —como diría José Ortega y Gasset (1939)— el riesgo está en que el ser humano, al multiplicar sus medios, olvide su fin. Cuanta más técnica poseemos, menos claro parece el propósito que nos guía.
Tal vez el verdadero desafío no sea desconectarse, sino reaprender a usar la tecnología con conciencia. No debemos permitir que la velocidad nos robe la mirada lenta, ni que el algoritmo sustituya nuestra empatía. Volver a tocar lo real, aunque duela. Recordar que detrás de cada pantalla late un cuerpo, una voz, una historia.
Considero que si la tecnología es un espejo, lo urgente no es perfeccionar el reflejo, sino mirar con atención lo que estamos dejando de ver.
Referencias
Carr, N. (2010). The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains. W. W. Norton & Company.
Haraway, D. (1991). A Cyborg Manifesto: Ciencia, tecnología y sociedad feminista.
Ortega y Gasset, J. (1939). Meditación de la técnica.
Zafra, R. (2017). El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Anagrama.
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