Leí la noticia con incredulidad. Un sentimiento absurdo me recorría las arterias con cada letra que dejaba atrás: Lou Reed ha muerto. Al terminar la lectura di el último sorbo al café y me despatarré en la silla. Una mujer se abrió paso en mi memoria y llegó como suelen llegar todos los recuerdos, de manera nebulosa y con una punzada terrible.
Escuché por primera vez a Lou Reed una madrugada de julio en casa de un amigo, con tres personas más y unos litros de cerveza bulléndome en la sangre. Pero fue una mujer la que me reveló la hondura de su música y el obscuro destello de sus textos. Lou Reed fue —una noche de hace muchos años— el tercero invisible entre ella y yo.
Era diciembre del 99. La novia que tenía en ese entonces me bateó por quinta vez. Yo caminaba sin rumbo y sin dinero por la avenida Revolución. Revisé mi cartera y encontré un billete de cincuenta pesos acompañado de una tarjeta telefónica. Buscando consuelo y unos tragos, llamé a la casa de un amigo desde la incomodidad de un teléfono público. Su hermana me dijo que estaba en casa de su novia, a unas cuadras del metro Mixcoac. Colgué el teléfono y descubrí que en la tarjeta telefónica ya no quedaba ni un peso.
Sabía dónde vivía la novia de mi amigo, así que encaminé mis pasos hacia su departamento en la calle Sagredo. Cuando estuve frente al edificio titubeé un poco, pero después de unos segundos toqué el timbre. Por el interfón una voz femenina preguntó:
—¿Quién es? —yo pregunté por mi amigo; la respuesta fue cortante.
—Sube —sonó un timbre, abrí la enorme puerta de cristal y subí las escaleras.
Ella tenía los ojos verdes y la piel blanca. Su silueta se antojaba por lo bien delineada que lucía bajo el vestido negro y sin mangas que la cubría hasta los muslos, dejando al descubierto sus piernas enfundadas en unos largos tenis Converse que hasta entonces sólo había visto en revistas gringas. Tenía un vaso en la mano y el aliento perfumado a vodka.
—Pásate —me dijo sonriendo y caminó al interior del departamento; entré y cerré la puerta.
La voz de Nico inundaba el lugar. “Sunday morning”, la primer canción del disco Velvet Underground and Nico salía de las bocinas del estéreo. Sirvió un poco de vodka con hielos y jugo de uva en un vaso old fashion. Estiró el vaso hasta mí y me invitó a beber.
Sonaba “Femme fatal” cuando me sirvió el segundo trago. Sentados en la sala charlamos de todo y nada a la vez. Pregunté por mi amigo y ella dio un largo sorbo al vodka; los ojos se le tornaron cristalinos.
—Dice su mamá que no soy mujer para él —bebió un poco más y prosiguió—. Discutimos; hace poco se fue.
Entre trago y trago hablamos del amor, del destino y la suerte. La botella aún guardaba la mitad del vodka y Velvet Undergraund se había quedado en silencio.
—Escucha la voz de Dios, te juro que nunca la vas a olvidar —dijo mientras ponía en el estéreo Transformer, el mítico disco de Lou Reed.
Las bocinas escupieron “Vicius” y los primeros acordes de la canción que abre el disco bañaron el espacio. Subió el volumen con la mano derecha mientras sostenía el vaso en la izquierda. Comenzó a bailar siguiendo el ritmo y la voz del neoyorkino. Derramó un poco de vodka sin darle importancia al incidente. Yo la contemplaba impávido mientras la sangre se me amotinaba en la entrepierna.
Hubiese preferido verla menearse con “Venus in fours” de fondo, pero escuchábamos “Andy´s chest” cuando dejó el vaso en la mesa de centro y caminó hasta donde estaba sentado. Colocó sus manos en mis rodillas y sus labios sobre mis labios, sentí su lengua hurgando en mi boca; palpé la piel erizada de sus desnudos brazos.
La batería sonó con fuerza. Lou Reed alzó la voz y ella se levantó dándome la espalda. Sin dejar de bailar levantó su negro y largo cabello pidiéndome que le bajara el cierre del vestido. Obedecí la orden. El vestido de terciopelo negro llegó al suelo. Mis ojos se deleitaron con el sostén guinda que mantenía sus senos prisioneros. La tanga del mismo color parecía advertir al visitante de ese monte de venus el eterno castigo que poseer esa cumbre representaba, porque parecía un monte irrepetible e inalcanzable.
“Perfect day” la sorprendió sirviéndose otro vaso de vodka. Yo contemplaba sus nalgas mientras la entrepierna me gritaba que la trepara. Ella comenzó a moverse con pasos balseados cuando Lou Reed levantó la voz por segunda vez para cantar oh, such a perfect day / you just keep me hanging on. Sus manos me quitaron la playera de Nirvana que llevaba puesta, besó mi cuello y sus uñas se enterraron en mi espalda.
“Hangin round” sonaba cuando me quité el pantalón, ella gritó jubilosa y se puso a bailar de manera frenética. Bebimos el resto del vodka a pico de botella. Ella cantaba mientras simulaba tocar una batería inexistente y yo fingía tocar una guitarra de aire. El ritmo de la canción nos tomó de la mano llevándonos a un éxtasis frenético —al borde del paroxismo— de dolor y locura. Fue entonces cuando me besó con fiereza, puso su mano en mi erección y dijo casi a gritos:
—¡Es puro Rock and Roll!
Cuando “Walk on the wild side” se escuchó intenté besarla. Pero alejó sus labios de mi boca y me aventó contra el sillón, se hincó a mis pies, bajó el resorte de mi bóxer y observó con detenimiento mi pene, luego me lazó una sonrisa cuando un coro de mujeres hacía doo doo doo en la canción; puso todas mis ganas de penetrarla en su boca. Cerré los ojos y la voz de Lou Reed inundó mis oídos.
Entre “Make up” y “Satellite of love” mi bóxer cayó al suelo, el sostén liberó sus senos para que mi lengua los lamiera y mis dientes mordieran sus pezones. Le arranque la tanga, besé su abdomen, lamí el tatuaje de Lou Reed que tenía en la espalda baja y cuando mordí sus nalgas saboreé su carne.
Me cabalgaba frenéticamente y gemía casi de manera exagerada. De pronto grité como un animal y sentí su espasmo y una humedad desbordante. Ella gritó i´m so free junto con Lou Reed mientras sus uñas se clavaban aún más en mi espalda. Me vine como un perro.
Eran las once de la noche cuando abandoné su casa. Me acompañó hasta la puerta de cristal que está en la entrada del edificio, me dio un beso y antes de irme dijo:
—Ey, Israel, take a walk on the wild side —yo me alejé con una sonrisa en el rostro mientras tarareaba “Goodnight, ladies ladies goodnight”.
Por Israel G. Castro (1980)
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