Una chica (muy chica) que conocí en la cineteca cuando estuvo la exposición de Kubrick, me invitó a su departamento a conocer su colección de vinilos después de haber charlado largo y tendido sobre bandas de rock sesenteras y setenteras, todo gracias a que llevábamos puesta la misma camiseta de Frank Zappa. A mí me llamó la atención que tuviera tan buen gusto con tan poca edad, por esa razón la felicité al mirar la imagen de Zappa en su pecho.
–¡Qué buen gusto! –Le dije señalando su playera y estirando la mía para que viera que habíamos coincidido.
–¡Genial! –Exclamó–
–Ya no te pregunto por The Who o Allan Parsons porque sería insultarte. Apuesto que también te gusta Robert Wyatt y Amon Düül II.
–¡Claro! También amo a Rick Wakeman y Nektar.
–¿Y cómo es que conoces a esos personajes si tienes la edad del nuevo siglo? ¿Cuántos años tienes?
–Nací en 1998, tengo 25 años. Uno de mis tíos me enseñó mucho de música y cine, pero eso me gusta tanto el rock y aquí estoy viendo a mi amor Kubrick.
–Me alegra que te hayan evangelizado bien y no prefieras la música de tu generación.
La niña resultó ser toda una enciclopedia musical. Siendo muy honesto, acepto con toda humildad que me dejó callado en varias ocasiones al enseñarme bandas de las que jamás había escuchado hablar, pero llegó mi turno de mostrarle el abanico del verdadero rock mexicano antes de considerarse o ser clasificado como “urbano”. Le hablé de los finales de los 60s y principios de los 70s y bandas como Dug Dug’s, La SOLE de Guanatos, Tocho Pilatos, Fachada de Piedra, El Pájaro Alberto, Enigma, Parada Suprimida, Chac Mool, Ginebra Fría, Rock Moviloy, Ciruela, La Revolución de Emiliano Zapata, incluso del Three Souls in My Mind, cuando tuvo una época buena. Le decía que el rock mexicano ya estaba hecho por esas bandas y era protegido por figuras como Armando Nava o el mismo Alejandro Lora (mucho antes de cortarse los huevos y entregárselos a su mujer), quienes fueron la punta de flecha o el caldo de cultivo anterior a Enrique Guzmán y César Costa (y todo ese despliegue de rock en español), quienes hicieran únicamente covers y baladas para la gente buena onda de su generación.
Nos olvidamos de Stanley para sumergirnos en la psicodelia progresiva, hasta que le invité un trago:
–Tanta charla ya me ha dado sed. ¿Te parece si vamos por un trago?
–Pues yo vivo muy cerca de aquí. Si quieres te presumo mi colección de vinilos y tú compras las cervezas.
–Pero no me conoces. ¿Qué tal que soy un psicópata o violador o ambos?
–Un señor con tan buen gusto musical, no puede ser mala persona.
–Ok, acepto. Por cierto, mi nombre es Javier.
–Un placer, Javier, yo soy Cinthia.
Pasamos a un Oxxo por algunas Bohemia Vienna y ya en sus aposentos, mientras destapaba un par, me dijo que su roomie era pianista (al mostrarme un piano negro en su sala), pero que no estaba por el momento, así que podíamos abusar del volumen de su tornamesa sin problema.
Me dejó elegir el primer disco y enseguida puse Santana con “Soul Sacrifice” para hacerle saber que con esa canción, se logra el mismo efecto que con el reggaeton; hacer que las mujeres sacudan las nalgas. La charla seguía muy sabrosa; echábamos más huesos al caldo sacando nuevas bandas y destapando más cervezas, hasta que señalé una torre de discos de los que no me había hablado.
–¿Qué más tienes allí? –Le pregunté.
–Allí están todos mis vinilos rayados. –Me decía muy triste.
–¿Y ya intentaste con una moneda?
–¿Cómo con una moneda?
–Mi abuela tenía una consola, y cuando un disco de la Sonora Matancera se le rayaba por repetir tanto la misma canción (“Señora”), colocaba una moneda encima de la aguja para que no brincara y siguiera su reproducción normal.
–¡A ver! ¡Enséñame!
Acto seguido, me dió un disco de B.B. King muy dañado, me contaba que así lo había comprado en un tianguis, pero que le dolía tirarlo y lo conservaba porque algún día se le ocurriría qué hacer con él. Lo saqué de su cartón, lo limpie y al ponerlo en el tornamesa, comenzó a reproducirlo con mucha suciedad; ese peculiar y placentero sonido característico de un crujir lento y acompasado que antecede o precede el inicio y el final de una melodía grabada sobre vinilo. Después de revolucionar unas tantas veces a 33 giros por minuto, comenzó a repetirse sin descanso en el mismo riff.
–¡Ves! Ya comenzó. –Me decía angustiada.
–Tranquila. –Respondí sacando una moneda de $1
Dejé caer suavemente mi devaluado peso sobre la aguja de su tornamesa, y ¡Voilá! B. B. King continuaba su riff sin interrupciones.
–¡Qué le hiciste! ¡Wow!
–Es un truco muy viejo, me sorprende que no lo conocieras. ¿Tu tio no te lo enseñó?
–No. La tornamesa me la compré en mi cumpleaños 23. Tengo poco tiempo disfrutando de la música en vinilos. Gracias por enseñarme algo nuevo.
–Si vuelve a brincar la agua, colocas otra moneda, una más pequeña. Al tiempo tu disco quedará inservible porque el peso hace más profundos los zurcos en el plástico, pero es una forma de hacerlos funcionar por más tiempo, así que tócalos en ocasiones especiales.
–Muchas gracias.
Cinthia invirtió lo que restaba de la tarde para poner en práctica lo que había aprendido; cambiaba de discos teniendo en su mano tres monedas de distintas denominaciones con las que calibraba el daño en sus vinilos para poder escucharlos, eso la hizo muy feliz.
La noche había llegado junto con su novia, quien hacía su aparición con una tanda más de cervezas. Me presentó con ella mientras le presumía su nuevo descubrimiento, el que la había puesto nostálgica al poder escuchar los discos que creía inservibles. Más tarde llegó su roomie, quien nos deleitaría un rato con la destreza de sus dedos percutiendo las teclas de su piano.
Me despedí de mis nuevos amigos –de ocasión– antes de la media noche, hora de buen gusto para no ser inoportuno, y prudente para tomar el último transporte de regreso a mi hogar.
Pinches centennials, su entorno tan digital les ha hecho perderse lo mejor de la experiencia de mundo, como stalkear a la niña que te gustaba en la secundaria investigando el nombre de su papá para buscar su número en la guía telefónica, y después darte a la tarea de llamar y colgar a todos los nombres de la lista hasta que ella contestara, o saber que un vinilo rayado se repara con una moneda.
Por Javier Hernández.
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