A Dhania Orozco.
Soñé que era un humilde pescador, de esos de piel enrojecida por los rayos del sol que caminan descalzos sobre la arena de la playa, y únicamente les acompaña su fiel atarraya colgada de su hombro, de esos que esperan pacientes que el mar les dibuje una ola generosa para desplegar y lanzar su magnífica red, y así poder llevar un racimo de pescados a su mesa cada día. Aquí la historia:
No poseía un bote para adentrarme a mar abierto, aunque había sido el anhelo de mi vida entera navegar en aguas profundas, pero tampoco perdía la esperanza de por lo menos, tener una lanchita para cumplir mi sueño. Mientras ese momento llegaba, cada noche a la luz de una vela, me la pasaba tejiendo y anudando hilos con palabras que iban construyendo una red casi indestructible.
La mañana del 10 de mayo, desperté de madrugada –como cada día– para disponerme a salir hacia la playa llevando en las tripas por único alimento mi amada e inseparable taza de café. Habiendo caminado siete pasos, tuve un presentimiento que me hizo regresar sobre mis huellas por aquella pesada red que había estado tejiendo ya por largo tiempo. Emprendí mi camino nuevamente hasta llegar a esa porción de ribera que me daba el alimento cada día, y, a lo lejos, se podía distinguir un pequeño barquito que se balanceaba gracias al pasivo oleaje del mar.
–¡Buenos días! –Grité.
Nadie respondió. Ese bote medio desvencijado de madera ulcerada, estaba esperando ser abordado para terminar de cumplir el propósito de su ser útil en el mundo. Aventé mi red a la cubierta, solté las amarras y levanté la pequeña y oxidada ancla que lo mantenía aparcado sobre el agua. El viento era favorable así que desplegué su insignificante, roída y remendada vela, fue entonces que esa fútil y pintoresca embarcación se movía dirigiéndose directamente al cumplimiento de mi mayor anhelo. Navegué por un par de horas sin saber cuánto avancé, hasta que perdí de vista la playa de donde había partido. Mi corazón latía henchido de júbilo al saberme el capitán de una maltrecha nave que me permitía sentirme un poquito vivo en mucho tiempo…
El sol abrazador estaba encima de mí haciéndome perder todo norte, pero no me importaba extraviarme. Bien pude haber muerto en ese lugar siendo feliz. Consideré que ese sitio era perfecto para la pesca, así que dejé caer el ancla y me dispuse a enganchar la red que había construido emocionado esperando ese momento. Arrojé ese enmarañado entramado al mar junto con mi corazón. Las horas pasaron y no había señales de movimiento. Sacudí con violencia la cuerda que la sujetaba pero nada, no había peces en ella.
Un poco decepcionado por la nula actividad, me tiré boca arriba sobre esa diminuta cubierta mirando al cielo, pensaba en el fracaso que había venido siendo mi vida hasta ese instante; era un cuarentón con el alma rota medio borracho y malogrado que todavía creía que en algún remoto rincón del mundo, o en un par de brazos abiertos, le aguardaba una oportunidad. De pronto, aquella soga de donde colgaba la red, comenzó a sacudirse con una fuerza descomunal, tanto, que estremecía mi lastimado navío. Dejé la autoconmiseración para otro momento y me dispuse a tirar de la gruesa correa. Jalé con todas mis fuerzas. Algunos hilos rotos de mi red comenzaban a asomarse mientras imaginaba la cantidad de peces que había capturado.
La polea por la que se deslizaba la soga, casi desfallece de tanta violencia ejercida, y cuando por fin pude sacar a la superficie esa red que había tejido con tanto esmero durante tantas noches que impregné con mis palabras, algunas lágrimas y varias confesiones, mis ojos no podían creer lo que estaban mirando. ¡Era una sirena lo que había capturado!
Habiendo bajado a cubierta a mi presa, pude advertir su miedo; mi Sirena estaba lastimada y un poquito herida gracias a sus intentos de escapar de mi ahora tan vulnerable red. Fui cortando los hilos que la ataban mientras entre susurros le decía que no había problema, que todo estaría bien. La limpié un poco y le ofrecí mis disculpas por haberla atrapado por error. Ella parecía crédula a mis palabras, tanto, que le provocaron cierta tranquilidad y no intentó huir en ese momento.
Estuvo conmigo cinco maravillosos días mientras le curaba sus heridas y le contaba algunas de mis historias. Para mi suerte, yo no le parecía repugnante ni pudo ver las fracturas que me hicieron los años de alcohol y soledad, creo que hasta llegó a tenerme un poquito de lástima que yo confundí con cariño. Tuvimos momentos increíbles que nos hicieron coincidir hasta el grado de tener un vínculo mágico entre ambos; a veces no era necesario pronunciar palabra alguna para saber lo que pensaba el uno del otro, tuvimos silencios maravillosos en los que pude desvelar y contemplar su alma. Otras tantas ocasiones, hablábamos sin parar hasta que casi salía el sol…
Mi Sirena me llenó de luz con su canto por varios días y me dijo que era la última de ellas, que no había más sirenas en el mar. Yo le creí, y aunque hubiesen existido más como ella, en ese momento éramos como el principito y zorro; para ella, yo era un hombre tan igual como a otros cien mil hombres, no me necesitaba, pero aprendimos a domesticarnos y para el segundo día de palabras, ya nos necesitábamos…
–No te enamores de mí –me dijo–, porque yo siempre huyo. No sé cuándo, pero me iré de tu vida y no quiero volverme tu dolor.
–Si te tienes que ir, vete de una vez. –Le respondí.
Sin pensárselo demasiado, brincó al poderoso y majestuoso mar y se sumergió para dejarme allí solo de nueva cuenta. Lamentablemente, supe muy tarde que para ella, el hombre que cura sus heridas, es porque creará nuevas, así que se fue…
Y el Diablo lloró…
Agradezco que no me haya entregado su voluntad a cambio de mis devaluadas palabras ya que no valen tanto. Creo era un intercambio muy desigual para ella. Lo que yo tengo no le fue suficiente para confiar, para quedarse. Tuvo que regresar a su refugio seguro donde construyó un escudo impenetrable hecho de múltiples capas de cobardía y desconfianza.
No la culpo ni le guardo rencor. Hizo lo que tenía que hacer para sobrevivir. Tierra firme es un lugar terriblemente desolador para habitar.
Ojalá vuelva a soñarla alguna noche…
Por Javier Hernández.
Déjanos un comentario