La puta del barrio - MilMesetas

I

Mi gusto por las putas, es un gusto adquirido. ¿Quién, con una sana salud mental, se puede enamorar de una hetaira? Sólo los rotos, los desahuciados, los húmedos de alma.

“No sé a quién le rezaste para que yo te hiciera caso”, me dijo la puta del barrio con la autoestima bien puesta, creyéndose un trofeo para los que logramos poseerla. En realidad no se requería de gran destreza para hacerla abrir las piernas, sólo había que estar muy atento a su aroma, y acercarse a ella cuando estuviera ovulando, para que coincidiera con lo distraído de su moral y lo pronto de su “sí”. Era un secreto a voces que muchos supimos aprovechar. Todos sabíamos que tenía novio, pero eso jamás fue un impedimento para disfrutar de sus placeres.

Según ella, era muy discreta; hacía esperar a sus amantes a la vuelta de la esquina para que nadie se enterara. Cuando se le juntaban más de dos, los agendaba con varias horas de separación para que, entre ellos y su novio, jamás hubiera el más mínimo roce. A mí me tocó verla besar a más de uno en el mismo día. Carros de distintos colores y marcas, aguardaban pacientes su turno estacionados frente a una iglesia mormona. El verla yendo a sus encuentros, era algo que yo disfrutaba; ese vaivén maravilloso de sus amplias caderas, su cabello atado todavía escurriendo gotas de agua, y la prisa con la que escapaba, me hacía fantasear con la posibilidad de ser uno más, de tomar mi turno de espera, y sentarme en la banca mientras sus ganas me llamaban, para mí mala suerte, yo no tenía automóvil…

Alguna vez, durante una noche de borrachera, cuando le enumeré todos los carros de los que la había visto abordar o descender, me dijo que salía con tantos con el único motivo de curarse la soledad, que no les entregaba el cuerpo. Francamente, en modo alguno me importaba cuántos penes se metiera por sus orificios corporales al día, a la semana o al mes, cada quien busca su felicidad a su manera, y yo no era el más indicado para juzgarla, además, a mí me gustan putas, y las vaginas son fruto que no se acaba, sólo hay que lavarlas bien.

Una mañana la encontré caminando por la calle, y me le acerqué con la confianza de ser la próxima figura masculina, donde se reflejara su infancia disfuncional para que se aferrara a mí.

–Hola. ¿Dónde vas? –le pregunté agarrando camino con ella.
–A la tienda.

Intercambiamos números, y poquito a poco me le fui colando por alguna rendija de su falta de afecto. Obviamente no le dije que me gustaba por puta, no, era muy pronto para ser tan sincero. Todos los días le escribía prosas ordinarias sin rimas consonantes, que versaban sobre mi anhelo de desvelar la multiplicidad de su ser (y no era broma, tenía muchas personalidades habitando la misma mente, lamentablemente, me di cuenta demasiado tarde), hasta que un buen día, ante mi insistencia, su resistencia bajó la guardia.

Los meses avanzaron, y gradualmente me convertí en su clandestino –uno más–, ese que iba por ella al trabajo (en metro), y que caminaba tomado de su mano para dejarla a un par de cuadras antes de llegar a su hogar, por si su novio andaba cerca, y porque su madre, aun conociendo su frágil debilidad por los hombres, no le privaba que festejara su cuerpo, pero sí le tenía categóricamente prohibido tirarse a los vecinos, por aquello de las apariencias, y por una muy mala experiencia años atrás que terminó en suicidio… Ésta mujer, ya tenía, literalmente, un muerto arrastrando en su pasado.

A su lado conocí esa parte buena y ducle que no sabía que tenía; aliviaba mis resacas brutales con su compañía y algo de sexo, ungió mi cabeza con agua bendita la vez que nos metimos a una iglesia, y tenía un toque muy divertido para señalar los defectos ajenos, en especial los míos; yo era su mejor inspiración para graciosos, pero certeros y espontáneos insultos que salían muy sinceramente de su boca. Debo reconocer que me saqué el premio mayor con ella; terminé con las nalgas arponeadas con millones de unidades de penicilina gracias a una infección que me pegó.

II

No sé cómo sucedió, pero ese amplio repertorio de amantes, eventualmente dejaron de buscarla, y su pareja formal, se alejó por una temporada, cómo aveces hacía, cuando la cambiaba por alguien mejor.

Ahora ya no era la puta del barrio, era la puta del Diablo –mi apodo–, pero muy mi puta. Me llenaba de orgullo caminar todos los días con esa mujer, abrazarla, besarla por toda la calle. Recreábamos la misma historia de Oseas y Gomer. Ya no había necesidad de esconderse, y por fin tenía el honor (!) de llegar hasta las puertas de su casa, para dejarla descansar después de su jornada de trabajo, y fundirnos en un profundo beso y un te amo de despedida.

Hasta ahí la parte romántica de la historia.

El alcohol pronto entró a la ecuación; bebimos en nuestra primera noche juntos, y no cogimos, porque ella prefería disfrutar del efecto de la embriaguez, y ningún insípido orgasmo estaba a la altura de la experiencia etílica, según profesaba. Yo acepté esa restricción a nuestra vida sexual, porque en realidad la pasaba muy bien emborrachándome a su lado, hasta que descubrí que era una regla impuesta por el amor de su vida, a quien lo abandonaban las erecciones cuando fluía alcohol por sus venas, así que ese no querer cortar el delirio de la embriaguez con sexo, de su parte, no era otra cosa que un condicionamiento operante; lustros de la misma conducta, le provocó el desarrollo de una sinapsis en automático cuando una botella se destapaba: alcohol significaba no erecciones, ergo, si bebía, no cogía. Gracias a esa lamentable desgracia, a mí me tocó la peor parte de saberla evangelizada por un hombre alcohólico con disfunción eréctil. Me encanta coger cuando estoy ebrio, y reprimí esa pulsión gracias a los problemas de otro.

También creo que cabe decir que no sabía muchos trucos en la cama. Muy a pesar de su vasto historial, era muy recatada y tradicional para coger; dos o tres posiciones clásicas, y jamás me permitió chuparle el culo ni lamer su clítoris, sólo disfrutaba del tenerme dentro (misionero) mientras mi lengua delineaba las areolas de sus pechos, a eso se resumía la mediocre concupiscencia de su cuerpo y el mío. No era mucho, pero era suficiente.

Un anillo de plata fue mi primer obsequio para uno de sus dedos, mismo que me devolvía cada vez que peleábamos. Esa rutina me hacía recordar a Chinasky peleando con Lydia; él, subía a su Volkswagen desvencijado la cabeza (escultura) que ella le había hecho, para dejarla en su puerta, tocar y echarse a correr, y en sus reconciliaciones, la cabeza regresaba nuevamente a su casa. Lo mismo sucedió infinidad de veces con ese trozo de plata entre ella y yo, hasta que por fin terminó por quedarse conmigo.

Básicamente, peleábamos porque muy a pesar de haber estado con tantos, a ella le podía más el sentimiento hacia su novio de toda la vida, el mismo que la golpeaba, que la hizo alcohólica, que le daba muy mal sexo, que la engañaba, pero que el poliamor era algo permitido entre ellos, y en su inocencia, creyó que yo era él. No, lo puta jamás se lo quise quitar, sólo quise que desapareciera ese fantasma con el cual me comparaba siempre. Era un verdadero dolor de huevos escuchar sus amenazas que siempre eran las mismas: “¡Tú me estás aventando a los brazos de ese cabrón!”, “Mañana me regreso a mi casa, y tú sabes a qué me refiero!”, gritaba enfurecida por cualquier minucia, pero era suficiente pretexto para anunciarme su verdadero anhelo, el volver a los brazos de esa primera figura masculina sobre la cual vació el ideal de su padre ausente.

Harto de la misma situación, y de saber de su propia boca, que ella necesitaba sentirse protegida económicamente por un hombre para quedarse a su lado, una mañana dominical, le agilicé el trámite de la ruptura y la mandé de regreso con el que tanto extrañaba, pero se la devolví con mi nombre tatuado, para vengarme de todas las veces que él se hizo presente en nosotros sin saberlo. Ahora le tocaría a ese personaje, mirar esa cicatriz (se removió el tatuaje), y saber que amó a otro tanto o más que a él.

III

Realmente jamás fue mi intención enamorarme de ella, la misión era ir por dos o tres brincos, darle de comer a la nutria, tachar su nombre de la lista, incluso hacerle un hijo para que no me olvidara, pero algo salió muy mal y se me clavó su espina en un recoveco del corazón que no pude sacarme por largo tiempo, siendo empresa imposible olvidarla –hasta el sol de hoy–.

Varios años después, puedo decir muy sinceramente que por fin la recuerdo sin dolor y sin amor, pero costó sangre hacerlo suceder; muchos litros de alcohol se derramaron en su honor, y todo un mar de letras fueron escritas como catarsis para lograr, la purificación de mis emociones atrofiadas por un idilio malogrado, esa fue mi única terapia para dejarla de amar.

En ella no buscaba el amor que no tuve de mi madre, ni le entregué mi voluntad gracias a lo absorbedor de su vientre o los favores de su boca, sólo sé que tuvimos una conexión descomunal, un vínculo inmediato que aún no logro verbalizar para aterrizarlo a mí razón y así pierda fuerza en mi interior, por ese motivo, todavía sigo pensando que éramos tal para cual; ella no era una mujer para tomarse en serio, pues todos la queríamos en nuestra cama, pero nadie se atrevía a dejarla en su vida de forma permanente, y yo, un perdedor nato, un hombre que ninguna mujer mira con aspiraciones de una vida juntos. ¿Qué más se necesitaba? Lo teníamos todo para seguir fracasando juntos en ebriedad, pero no fue posible.

Antonio Porchia escribió: “Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes.”, en otras palabras; doy lo que recibo, y yo la ayudé a irse aun amándola tanto, pero todavía conservo sus risos entre las páginas del canto II de Altazor.

Por Javier Hernández.

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