La gotera viva de mi regadera, viene a sustituir el tic tac del segundero en mi reloj. Una cubeta está a punto de desbordarse, mientras yo anticipo el sonido de ese pequeño cuerpo de agua al arrojarse al vacío; desde mi cama, puedo imaginar la trayectoria de su caída, hasta que se impacta con ese suelo acuoso para convertirse en burbuja y romperse, supongo que es ahí donde se le escapa la vida… Antes de irse del todo, quebranta toda paz en la memoria de la superficie formando diminutas ondas que se expanden desde el centro, hasta romperse en sus bordes e intentar regresar y disolverse ya con menos fuerza.
Es el desvelo el que me incita a poner toda mi atención en ese tipo de insignificantes eventos dentro de mi hogar. Esta noche he podido contar 2794 gotas caer sin que el sueño me acaricie.
Me pregunto si cada gota que se suicida, padece del mismo desahucio que yo para atentar con su singularidad y atreverse a fundirse con un todo indiferente, si es así, las entiendo; somos prójimos del mismo abandono, con la única diferencia de su admirable valentía al atreverse a terminar con sus dolencias mientras yo sólo atino a escuchar.
El sol ya anuncia su comparecencia al nuevo día, y yo aún continuo contando suicidios disfrutando del espléndido “plinc” que me avisa que otra gota más ha muerto.
Antes de tener el valor de abrir los ojos ante la inminente amenaza de un nuevo afán, comienzo a hacer un recuento de mi estado de ánimo, y no, no es mejor que cuando la primera gota saltó al abismo.
¿Dónde nace ese manantial de dolor hacia la vida? ¿Quién resulta beneficiado con las aflicciones de la gente rota? No es necesario echarme del reino de Dios para participar del llanto y el crujir de dientes, sólo dejen que la noche llegue para que mis insomnios diarios hagan el trabajo.
Por Javier Hernández.
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