Cuando descubro una nueva palabra, como por arte de magia se desbloquea en mi experiencia de mundo y comienzo a escucharla por aquí y por allá, como si todos a mi alrededor se hubiesen puesto de acuerdo para nombrarla, y así me resulte más fácil agregarla a mi memoria e introducirla a mi léxico cotidiano. Lo mismo me sucedió hace ya algunos años con las mentiras múltiplemente repetidas –casi de forma textual– por las mujeres; la primera vez que una chica me dijo, entre una atmósfera de desazón anímico, después del festejo del cuerpo: “Necesito hacerme análisis y exámenes médicos porque llevo años cogiendo sin cuidarme y no he salido embarazada. No sé, quizá algo está mal en mí y soy estéril”., le creí, pero al vuelo de mi precaria vida sexual, adquirí el conocimiento a posteriori necesario y suficiente, para saber que la mayoría de mujeres que rondan la primera mitad de sus treintas, dicen lo mismo… lo curioso es que con la pareja después de mí, inexplicablemente, logran ser madres… Estoy pensando muy seriamente comenzar a cobrar por mis servicios, o poner mi taller de reparación de úteros marchitos con mi semilla. Aquí un relato de cómo arreglé uno con una parte de mi cuerpo que humildemente he llamado, “el pincel de dios”:
Martha es una vecina que desde el día uno de charlar con ella, le hice saber mis más sinceras, puras e inocentes intenciones de penetrarla, pero no aceptó porque vivía con su pareja y presumía jamás haberle sido infiel, aunque tampoco se ofendió, al contrario, mis halagos diarios a sus nalgas, a pesar de ser guarros y obscenos, la hacían sentirse deseada –pobre, qué idilios tan mediocres le han tocado vivir para conformarse con tan poco–. Un buen día, al enterarme de su reciente soltería, le mandé mensaje:
–Nalgona bonita –así la saludaba siempre– ¿Cómo estás?
–Mal.
–¿Aún sufriendo por el mismo pito?
–Sabes que sí.
–¿Para qué le lloras al mismo? Todos tenemos uno. ¡Te presto el mío, si quieres!
–No estoy de humor para tus bromas. Mejor hay que vernos, necesito desahogarme.
–Claro. Paso por ti en 20 minutos.
Durante el camino a su casa fui preparando mi discurso para volver a pedirle visitar algún hotel, pero se me hizo de mal gusto –además de sentirme miserable– intentar aprovecharme de su vulnerabilidad, así que fui hacia su encuentro con el genuino deseo de escucharla para que le pesara menos su tristeza.
–Hola, Diablito. –Me saludó abrazándome sin soltarme por largo tiempo.
–Hola, nalgona. ¿Qué puedo hacer por ti hoy? ¿Vamos por un trago?
–Sí. Necesito un gin-tonic de esos que siempre me platicas.
–Conozco una cantina donde los preparan muy bien. ¡Vamos!
Montamos mi motocicleta y fuimos al salón Florida, una cantina en Culhuacán, sobre Av. Tláhuac. Estando instalados en nuestra mesa, ordenamos gin-tonic a discreción, para que el dolor fluyera sin pausas y ella sintiera más bonito ese calorcito que regalan las lágrimas rodando por su rostro (por lo menos a mí me gusta sufrir mi dolor al estilo José José, y no es que me embriague por desamor, porque el ritual dionisiaco es sagrado y lo practico por mero deporte, pero no puedo negar que el alcohol es un buen aditivo para llorar a lágrima viva). Martha no paraba de llorar y maldecir la traición de su amado, y me preguntaba desconsolada:
–¿Por qué me engañó? Tú mejor que nadie sabe que siempre le fui fiel.
–Así como yo humedezco mi alma por deporte, hay quienes engañan por la misma razón, y nada tiene que ver con el sentimiento, si lo sabré yo.
–¿Tú has Sido infiel?
–Sí. Muchas veces cometí ese pecadillo, pero eso fue antes de mis 30s, ahora, aunque no me lo creas, cuando tengo pareja, practico la fidelidad corpórea y mi voluntad es férrea e inquebrantable.
–¿Cómo es eso?
–Cojo con una sola mujer por elección y por amor, claro está, porque la imaginación es una parcela muy amplia y libre.
–¡Ah! ¿Sabes? Siempre he fantaseado con la idea de conseguirme un amante, pero no me atrevo. Siento que más que traicionar al otro, me triciono a mí misma.
–Yo siempre te brindé mi ayuda para ese problema, pero jamás aceptaste.
–¿No que ya no eres infiel?
–Yo no tengo pareja, no cuenta.
–Es lo mismo; sabes que yo estoy comprometida y llevarme a la cama es practicar la infidelidad, aunque sea en tercera persona.
–No sé si exista eso, pero “touché”. Aún así yo no quito mi bote de leche apartando mi lugar. Si algún día piensas nuevamente en conseguirte un amante, yo estoy a la espera.
–Para hacerte mi amante primero necesito un novio.
–Tranquila, que pronto regresas con ese güey.
–No sé si pueda perdonarlo.
–Ya lo perdonaste una vez, y la que perdona una, perdona todas.
–No creo. Todo tiene un límite.
–Y el tuyo está bastante lejano. ¡Hasta te ha madreado! Y ahí sigues como pendeja. Ya te he dicho que no te enamores de la verga de un güey, enamórate de La Verga (como Idea platónica), todos tenemos una.
–Ya no me regañes. Me siento muy mal.
–Es mal momento para sugerirlo debido a tu actual estado, pero también me interesa el puesto de novio.
–¿Y también me engañarías?
–Todos los días y con cualquiera (parafraseando a Sabina), pero sólo para hacerte fuerte. Jamás te dejaría…
–Entonces no quiero…
La ginebra por fin hizo el efecto deseado y depuró su dolor lo más que pudo. En la puerta de su casa me despedí de ella y me quedé allí, hasta que entró, como hace un caballero.
Días transcurrieron sin saber de ella, yo supuse que ya habría regresado con el dolor y error de su vida, pero no. Un viernes llegó a mi casa y tocando la bocina de su carro, gritó mi nombre para que saliera. Ya abordo de su diminuto Fiat 500, me dijo:
–Estuve pensando lo que me dijiste.
–¿Qué de todo? Te dije muchas cosas.
–Seamos novios. –Lo soltó a rajatabla.
–No diré que no, y tampoco voy a preguntar la razón de tu impulso, porque evidentemente no se trata de amor, pero celebro que me hayas elegido como tu venganza, aunque sea de corta duración.
Enseguida subimos a mi casa y después de un incómodo silencio, la ropa nos estorbó. Es raro que haya química sexual desde el primer encuentro, generalmente es un ejercicio que se va puliendo con cada repetición. Supongo que mi deseo acumulado por tener sus enormes nalgas para mí, comulgaron con sus inmensas ganas de venganza, y eso hizo que Martha se entregara sin reparo a mis caricias y peticiones. Desde ese primer encuentro, fuimos como dos aprendices de danzón, que cuando hallan un par a su medida exacta, no se sueltan jamás, aunque ella sí me soltó…
En uno de nuestros tantos festejos corporales, después del clímax, hizo el comentario ya pre-dicho allá arriba:
–Oye, Javi.
–Dime.
–¿Tú crees que haya algo mal en mí?
–Es algo tarde para anunciar una enfermedad venérea, ¿no crees?
–¡No, menso! No me refiero a eso, no seas tonto.
–Pues, explícate.
–Es que, bueno, tú sabes que llevaba tres años con mi anterior pareja y jamás me cuidé. Se me hace raro que jamás me haya embarazado. Tal vez no puedo tener hijos.
–No te preocupes. No eres la primera mujer que me dice eso –con ella ya van ocho–, y tampoco eres la primera que reparo.
–¿Reparar?
–Sí. Todas las mujeres que me han dicho lo mismo, después de coger conmigo, se van a ser felices encima de otro pito y se embarazan. Tú tranquila, que sin darte cuenta, ya te arreglé el útero.
–jajajajaja ¡Ah sí! ¿Y cómo o con qué? Según tú.
–¿Cómo con qué? Con el pincel de dios –le dije señalando mi pito.
–jajajajajajaja ¡Vaya ego el tuyo!
–Y lo digo con toda la humildad que poseo.
–Vamos a hacer que te creo. –Respondió y enseguida me regaló un profundo beso que fue la antesala de nuestro último apareamiento.
Como siempre me pasa, soy un hombre que algunas mujeres –que pecan de mal gusto y de una salud mental cuestionable– agarran mientras les llega el indicado, o cuando están a la espera de la llamada de su amado ex, o porque mi insistencia venció su resistencia, y Martha no fue la excepción. Si a caso un par de meses coincidimos ella y yo, hasta que por fin perdonó al que la engañó, y no la culpo, él, aunque infiel y golpeador, siempre fue mejor opción que éste fracasado que escribe hoy.
Ya han pasado dos años de la última vez que estuve con Martha, y relato hasta hoy su remembranza porque no fue sino hasta este viernes que coincidí con ella en Aurrerá, justo en el pasillo de vinos y licores, mientras ella le repetía mis palabras a su amado golpeador infiel: “Siempre es obligada la vista a este pasillo, aunque no compremos alcohol”. Yo le decía eso cuando íbamos de compras, y ahora ella transmitía mi evangelio llevando a su hijo entre sus brazos…
¿Ella me vio? ¡Por su puesto! Nos topamos de frente y pude verla contenta y también apenada después de advertir mi presencia, y aunque no tuvo el valor de saludar, me alegró el día saberla madre, aunque no me gusten los niños.
Por Javier Hernández.
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