Playlist - MilMesetas

1

Hoy miré a un hombre en la calle. Movía las yemas de los dedos velozmente, como si tocara una flauta invisible. Podría haber estado jugando nada más, pero por sus ojos cerrados, el soplo tenue de su boca y la posición de sus codos, noté su solemnidad. Da lo mismo qué concierto interpretaba o si jamás supo tocar la flauta y sólo fingía hacerlo. La música no requiere sonido para ejecutarse; está dentro de cualquiera capaz de hacerla vivir y revivir, invocándola con la memoria. 

2

Desconozco la letra de muchas de mis canciones favoritas. Se me hace más fácil imitar los chillidos y remates de sus solos de guitarra. Sin embargo, la potencia de la música termina evidenciándome. El canto se vuelve imparable e indiscreto; luego, empiezan las frases entrecortadas y el tarareo que disfraza los versos perdidos. La música, como artefacto o evento, es una forma única de catarsis. Mientras podamos cantar, o de menos cantar a medias, insertando washa-washas na-na-na-nas, sabremos que nadie habita nuestro cuerpo, salvo nosotros. Se borra el exterior y devenimos sonido. No hay reglas. Las canciones tienen tantas versiones como hay voces en el mundo. 

3

Hablar de música es, más bien, referirse a músicas: un menú infinito de posibilidades según la necesidad o experiencia que se presente. Al final, una canción siempre revela verdades, aunque sean mensajes encriptados e íntimos. Nos lleva a revivir instantes, pero también la niñez completa, un familiar o conceptos como la nación, el futbol o la divinidad. La memoria, decía Plotino, es para los desmemoriados. Si no hay olvido o desgaste, abandono, de nada sirve el recuento. La sorpresa de recordar proviene de reencontrar algo que no siempre está presente. Por ello, cada tonada es una oportunidad para resucitar el pasado o retomarlo y, abrirnos nuevos caminos. 

Storm Thorgerson, 1981. A collection of great dance songs.

4

Hay una intensa relación entre música y subjetividad. Erving Goffman planteó cómo las personas creaban personajes de sí mismas, a manera de versiones públicas; pero, es difícil escondernos detrás de nuestras listas musicales. Para Jung, la música funciona como un código original o arquetípico que se comunica sin signos ni gestos, exclusivo para el alma. Eso mismo decía Hegel: que era el habla del espíritu. Como sea, se trata de un relato intraducible y sublime. Acompasa nuestros días con sus emociones y discursos, alimentando la máquina del inconsciente. Es una hipnosis que desata pulsiones, enigmas y fantasmas. 

5

Se puede conocer mucho de alguien por su curaduría melódica personal. Tal vez, el amor es una trama musical. Un soundtrack hecho con todos los momentos que solamente pueden traducirse en las partes clave de cada canción.

6

Esta tarde la mayoría de los pasajeros del metro llevan audífonos. Yo también voy conectado. Con música, el trayecto se hace más llevadero. La vida también. Es una forma de abstraerse; un placebo para los problemas. Las tonadas son el complemento de los no-lugares; inundan los supermercados, elevadores y salas de espera. A veces se trata de música ambiental, pero los audífonos han logrado que cada uno gestione su propio ritmo. Detrás de los auriculares existe un mundo único con colores y texturas irrepetibles: una ficción individual que operará mientras la playlist siga sonando (o hasta que suba al vagón uno de esos vendedores con bocinas, ofreciendo 250 éxitos por 10 pesos). 

Storm Thorgerson, 1999. Bury the hatchet.

7

Un día cualquiera de 1907, Sigmund Freud y el músico Gustav Mahler salieron a caminar. Mientras Mahler contaba que le era frustrante no conseguir ciertos sonidos, Freud confesó que sentía animadversión ante las grandes composiciones, pues las veía como una forma peligrosa de distracción. Amaba la fineza y precisión de sus movimientos, pero le asustaba el poder místico de cada sinfonía. “Es como un sendero de fantasías nobles e innobles”, decía Freud, refiriéndose a cómo la música distrae o coloca en un trance. Mahler lo atajó: “¿No es acaso similar al psicoanálisis?”. 

8

Anna y María son niñas adorables e inquietas, pero cuando hay música todo cambia. Se calman y atienden, apoyándose con un xilófono, dos güiros y un teclado digital. La música es un ejercicio lúdico; un sistema de retos y repeticiones. Después de tocar adecuadamente una melodía, Anna sonríe y dice con orgullo: “¿Viste? Ya me salió bien”. En inglés, se juega con los instrumentos (play). Tal como Anna y María cuando rompen en risas pícaras y cantan que un elefante (Trompitas) se ganó las reprimendas de su madre: “…chaz, chaz en la colita”. 

8 (lado B)

Me dieron ganas de escuchar “Bohemian Rhapsody”. Cuando suena, finjo varios tonos de voz en el segmento operístico, esperando el solo de Brian May con ansia. Esa canción no se oye, se juega.

9

En el coro de la maestra Érika hay como cincuenta niños. Mientras prepara el teclado, minutos antes de arrancar, se oyen gritos, relajo y algunas vocecitas quejumbrosas. Todo cambia cuando inician las primeras notas. En cuestión de segundos, la división de responsabilidades y el compromiso con el montaje modelan una sociedad armónica y convivial. Cantar en coro es someterse al arte sin egos ni divisiones; un socialismo utópico-musical que devuelve la esperanza en el respeto y en la solidaridad. La lógica del coro es que no se escuchan varias voces, sino una sola: la revolución cantante

Storm Thorgerson, 1977. Animals.

10

La música es mito y rito. No es casualidad que el bebé duerma con un arrullo, que los luchadores y los comediantes tengan un tema de entrada ni que existan canciones para casarse, graduarse o cumplir años. Hay música para entrenar, trapear y pelear. De gimnasio, de campamento, de cantina y de señoras. Aunque lo musical es algo cotidiano, también es cultural. Atraviesa por símbolos y praxis. Es, a la vez, legado, industria y patrimonio. Rompe las fronteras entre lo público y lo privado. Marca acontecimientos y los enmarca en un rumbo mayor, de orden social, donde se define nuestra historia y la de todos.

11

No es posible separar la música de sus medios de producción, pues sus tonos y arreglos remiten a épocas determinadas. Tampoco se entiende sin sus medios de reproducción. El shuffle o la aleatoriedad que permiten escuchar rap, reguetón y música norteña en una misma lista son un fenómeno propio de la tecnología actual (aunque la remezcla o la experimentación con sonidos se remonten a las primeras civilizaciones). Las capacidades digitales de almacenamiento, la música en “la nube”, el cambio de formatos y el acceso a miles de canciones con un clic, han redefinido los soportes musicales. Video killed the radio star, pero la radio también fue aniquilada, gracias a la Internet y sus fonotecas interminables.  

Storm Thorgerson, 2002. Taken by the storm.

Bonus track

Hay días malos. Cuando llegan, me animo con algunas canciones, pensando que me han traído (y siguen trayendo) complicidades y tesoros. Recuerdo cuando rompí un vidrio del patio del kínder con las rodillas, por estar jugando a deslizarme como Angus Young. También los cancioneros de mi madre, las partituras de la secundaria, las torres de discos, los software reproductores con ondas coloridas o chispitas, y los descuentos en Spotify. Y pienso que nada puede ir tan mal. Al menos, mientras quede música.  

Imagen de portada: Storm Thorgerson, 1987. A momentary lapse of reason.

Todas las imágenes están disponibles en: Storm Thorgerson y Peter Curzon, 2007. Taken by the storm: The album art of Storm Thorgerson. New York. Omnibus Press.

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